domingo, 18 de diciembre de 2016

SI PODES, NO HAGAS FAVORES...

18 de diciembre de 2011 

PRIMER ACTO:
Sábado al mediodía, cajero automático de Güemes, Plaza del Agua, Mar del Plata. Hago la cola, la señora que estaba delante mío me franquea gentilmente el ingreso, agradezco, me acerco a la máquina, y enseguida advierto en la pantalla que dicha señora no había dado por finalizada la operación, por lo cual su tarjeta seguía adentro. Me doy vuelta, y la mujer ya no estaba. Presuroso doy fin a la operación, retiro la tarjeta y salgo a alcanzársela. No la veo, pregunto a los de la cola -explicando el motivo- si vieron para donde fue. Uno me indica una dirección, otro la opuesta, un tercero afirma que abordó un auto. Alguien, incluso, tiene el impulso de salir a buscarla. Pero enseguida se arrepiente, porque según dice, no está seguro de poder reconocerla. A partir de allí, se suceden las deliberaciones de qué hacer con la tarjeta. Uno propone que la deje en un comercio de la zona, un policía que la lleve a la seccional más cercana. Reflexiono que -de pasarme a mí- jamás preguntaría en esos lugares. Iría al banco el lunes, en el presupuesto que el cajero me la tragó, lo cual, en el caso, sería una hipótesis errónea. Decido rastrear a la distraída señora en la guía de Mar del Plata, esperando que se halle radicada allí, y no de paso. Cuando lo hago, compruebo que hay unas veinte personas con ese apellido. Me armo de paciencia, y de un libreto: "Buenas tardes, saqué este número de la guía. Estoy tratando de ubicar a Sofía Nancy Zaragoza... es posible que se domicilie ahí?" Las primeras diez respuestas fluctúan entre la desconfianza y el esfuerzo por ubicar un pariente con ese nombre, pero son todas negativas. El undécimo llamado es atendido por un adolescente, que escucha música a todo volumen, acompañado por otros adolescentes, lo cual es denotado por los gritos adyacentes y el propio grito: "Callénse, boludos, que no me dejan escuchar!". Trabajosamente, logro que me entienda el libreto. Por fin, responde: "Ah, sí, es mi mamá... pero recién sale de trabajar a las seis". No sin menos dificultad para que le entre en la cabeza le explico el propósito de mi llamada, le remarco que al día siquiente yo ya no iba a estar en Mar del Plata, que iba a tener la tarjeta encima, para que cuando la madre me llame al celular, coordinemos donde encontrarnos, de acuerdo adonde yo me encontrase en ese momento. Y comienzo a darle mi número: "0221...". Me interrumpe, súbitamente lúcido: "Será 0223...". "No, es 0221, porque...". No me deja terminar, vuelve a interrumpir: "Pero Mar del Plata es 0223...". "Justamente, por eso te estoy diciendo que mañana ya no voy a estar acá, porque no soy de acá, es el prefijo de La Plata, donde vivo". "Ah...". Ya tenía sobradas razones para desconfiar que el muchacho fuese normal, por lo que le pido que me repita lo que le dicté y así corroborar que lo había anotado bien. Lo hace, con tono de suficiencia, como si dijese: "te creés que soy boludo?". Para mi asombro, sólo le había errado en el último número...

SEGUNDO ACTO: 
Cinco de la tarde, me encuentro con un amigo dibujante en la Peatonal San Martín para tomar un café y hablar de proyectos historietísticos que, por culpa de él, nunca concretamos. 18:20, mensaje en el celular, referido a la tarjeta extraviada y preguntando donde estoy. Contesto que en el centro, en San Martín y Córdoba. Nuevo mensaje, proponiéndome encontrarnos. Las divagaciones con mi amigo iban tocando a su fin, de modo que indago cuanto tiempo le llevaría llegar hasta ahí. Media hora es la respuesta. Otro mensaje mío: "Te espero media hora en La Fonte d'Oro". Mi amigo me banca, pero pasada ya la media hora, mando mensaje, preguntando si está cerca, porque me tengo que ir. "No se... yo no fui", es la respuesta. Para mi pavor, advierto entonces que con quien me he estado mensajeando es con el hijo adolescente y no con la madre. Le pregunto por qué no me llama la madre: "No tiene celular".
"Me voy", intimo. "No, por favor, espere". Pasa otro rato, nada nadie. Estufado ya, pagamos y salimos, encaminándonos hacia mi auto con mi amigo, cuando me llega otro mensaje. "Está en la puerta con mi hermana. Tiene una camperita fina, marrón". Volvemos. Entro por una puerta del bar, salgo por la contigua... ni madre, ni hermana, ni camperita marrón. Le confieso a mi amigo mis sospechas que este muchacho me esté tomando el pelo. Lo libero a él de hacerle el aguante a mi confianza en el género humano. No bien se va, suena el celular, pero con sonido de llamada. Atiendo.
-"El señor Miguel?"
-"Sí"
-"Soy el mozo del bar, estoy acá en la puerta, con la señora Nancy, que lo está esperando"
-"Ah, sí, bueno... yo estoy en la otra puerta, ya voy"
Corto. Nadie en la otra puerta, entro, salgo, hago una calesita. Vuelvo donde estaba. Sólo un mozo solo.
Tengo una súbita iluminación, le pregunto: "Hay otro local de La Fonte d'Oro, por acá cerca?". "Sí, a dos cuadras", responde. Puteando contra la estupidez de la adolescencia y contra las madres que confían en sus hijos, arremeto hacia el otro bar. En tránsito, recibo una nueva llamada, es el mozo. 
-"El señor Miguel?"
-"Sí, ya se, la señora se confundió de bar, ya estoy yendo yo, ya llego, que me espere ahí, que no se mueva", corto.
Diviso el bar y en la puerta, a una señora junto a una adolescente, con aspecto de esperar atribuladas. Llego y abordo a la mayor, con tono de reto: "Nancy!?".
La mujer me mira asombrada. Después de unos segundos, contesta: "...No".
Ingreso al bar, y una rápida mirada me confirma que el dúo madre-hija no se repite en los comensales. Le pregunto a la señorita de la caja si no me habían llamado de allí, por una señora que me estaba esperando para que le diera una tarjeta. Mientras lo enuncio, percibo en la mirada de la chica la duda sobre mi salud mental. Decido ser más concreto: "Quién puede hacer llamadas desde acá?". Ella o el encargado, responde, mientras me señala al susodicho. Voy hasta el encargado y repito la pregunta, con similar reacción. Busco entonces en el registro de llamadas de mi celular y le muestro el número, para ver si lo identifica. "No, no es de acá". Su mirada me indica ahora que si bien no hizo la llamada, está pensando en hacer una ... al loquero. Juzgo prudente retirarme del local.
Una vez afuera, vuelve a sonar el celular. El mismo número. Atiendo, furibundo al mozo... pero es Nancy, que -quizá por primera vez en su vida- decide prestar su voz a esos engendros demoníacos. "Dónde -reprimo el 'carajo'- estás??? Le dije a tu hijo La Fonte d'Oro, de San Martín y Córdoba!!! Me vengo al de Yrigoyen, tampoco estás!!!" "Ah, no... yo estoy en el bar de enfrente de Plaza del Agua... me dijeron mal"

EPILOGO:
Me ocupo de que sea el mozo quien tome nota de la dirección del departamento adonde me dirigía. Lancé el ultimátum que en media hora estaría allí, y que después ya no se sabría de mi paradero. Fue de gusto, porque Nancy tardó cerca de una hora y pico en llegar, aunque de la Plaza del Agua, en Güemes,  hasta donde yo paro, medien unas quince cuadras a lo sumo.
La adiviné (ni siquiera hizo falta el dato de la camperita marrón), desde el balcón, junto a su hija adolescente, viniendo por la vereda correcta, cruzando a la de enfrente para comprobar que no era ése el edificio, volviendo a cruzar y dudando de subir la escalinata, para que -unos diez minutos después (seguirían las deliberaciones, ya no las alcanzaba mi vista)- sonara el timbre. Bajé, le devolví la tarjeta sin reproches, y me juré que la próxima vez que me ocurra algo similar, dejo sin remordimientos que el cajero automático sacie su apetito.



VIEJAS CHOTAS (4)


Anciana, a mi costado, en el súper. Góndola de galletitas. No repara en mi presencia. Manosea una bolsa de rosquillas, como las de Homero. Presiona cada vez más una rosquilla, hasta pulverizarla con sus dedos sarmentosos. "Están duras como una piedra", farfulla, en monólogo interior. Toma otro paquete, repite la operación, pero ahora destroza más unidades. Descarta, va por un tercero. Con éste, no llega a romper ninguna rosca, parece que su consistencia la convence y mete la bolsa en el chango.

Hay viejos y viejos de mierda.


sábado, 17 de diciembre de 2016

NEGOCIACION


Voy caminando y debo ingresar a una ruta, pasando antes por una base militar, cuyo personal civil está en huelga. Tomo un paracaídas que andaba abierto por ahí y me enfrento a la reja, dispuesto a congraciarme con los sublevados. Hago la venia con la mano equivocada, y se me acercan. Les pregunto el motivo de sus reclamos y me muestran la ropa que usan, en estado realmente deplorable. A su vez, indagan donde voy. Miento que a filmar una película donde hago de paracaidista que se tira de un barco. Le mando un barco, porque me parece que un avión es exagerar demasiado. "De un barco???", preguntan, incrédulos. O asombrados, porque quizá sepan de paracaidismo tanto como yo. Igual, no me dejan pasar hasta que termine la medida de fuerza, que se va a extender por 72 hs. Me dispongo a negociar, proponiendo dejar el paracaídas.




MENOS-MAS-IGUAL



Ya se perdió el día. No compré café. Las larvas seguramente se multiplicaron. En cambio, el muerto en el living sigue siendo único. Respecto al colectivo, quizá el sueño me indique si logró cruzar.
Ah... la reserva... se perdió junto con el día.


APALABRADOS

De tanto en tanto, sucede un error en el Apalabrados. Resulta que comenzás el juego con un tipo, pero después no podés seguirlo. Te aparece como que es tu turno, pero no te entra ni una letra. Al rato, figurás como que jugaste algo que no jugaste, y es el turno del otro... y así hasta que ganás o perdés, pero sin haber participado realmente.
Quizá, más que una falla del programa, se trate de una metáfora del Destino, andá a saber...


EL BOSCO


El teatro, casi inmediatamente, me llevó a la pintura. Y empecé a hacer teatro de muy pibe, con Ghelderode, que es como decir El Bosco. A los quince años, ya conocía casi toda su obra. Tardé mucho, eso sí, en apreciar algún original suelto, y recién este año, al filo de los sesenta, con la muestra monumental del quinto centenario, creo terminar de entenderlo. 
Tanto se ha hablado de secretos heréticos o alquímicos desparramados aquí y allá en sus cuadros. A mí por el contrario, siempre me pareció que estaba todo a la vista: hombres y bestias transmutados entre sí, o en frutos, piedra, objetos...
La novedad, el matiz descubierto ahora -quizá evidente para otros-, es la simultaneidad. Durante el camino al Calvario, alguien permanece indiferente, otro hace un comentario banal. Los demonios dialogan con los condenados, cooperan unos con otros inclusive.
Muestro apenas dos detalles, pero podría citar cientos de ejemplos...
No admiro a El Bosco, como a otros pintores, por la pincelada, la composición, la luz, el color, la maestría técnica... Lo que me fascina es que crea un mundo único. Tan distinto y tan igual al nuestro. Un mundo donde está todo mezclado. 
El Bosco -moralista en apariencia- nos dice que Cielo e Infierno están muy cerca. Que agua y fuego, que vegetal, mineral o animal, pueden ser la misma cosa. Que lo monstruoso y lo sublime coexisten. Que nuestra naturaleza viene del Caos inicial y retorna fatalmente a él.



EL PARQUE


Atardece en Parque Rivadavia.

"Ya no voy a volver", me digo.
No era yo, sino otro el que creía encontrar allí cosas que no eran, que dejaron de existir, que quizá ni siquiera me interesen.
Historias que, de tanto en tanto, apenas me lastiman un poquito.
Pero aún así, ni ahora ni nunca estuvo en el Parque su remedio.





miércoles, 14 de diciembre de 2016

CRISIS


Acababa de morir Perón, yo tenía diecisiete años, mi mamá agonizaba en un sanatorio de Capital. De todas maneras, compré la Crisis y me aboqué a las crónicas sobre el recientemente publicado Abaddón, que me generaba gran expectativa, después que Sobre héroes y tumbas me impactara tanto. Leía las encontradas opiniones sobre Sábato en la interminable noche de la clínica, dormitando de a ratos, despertando sobresaltado por el sonido de los ascensores o los pasos amortiguados de las enfermeras. Ya en la mañana, cuando los ascensores no dejaban espacio alguno para el sueño, todo se había cumplido. Era un día lluvioso, tomamos un taxi en la puerta del sanatorio con mi papá. Subí primero y por un movimiento torpe, la Crisis que llevaba bajo el brazo cayó al piso del coche. Cuando amagué recogerla, mi padre, que estaba acomodándose, la pisó y concientemente movió el pie como quien aplasta un pucho, rompiendo la tapa. Era su forma muda de reprocharme que me ocupase de cosas tan intrascendentes como una revista que no conocía, no le interesaba ni podía entender, mientras una tragedia irreparable acababa de instalarse para siempre en nuestras vidas. Por eso, creo, rompió la tapa. 
La misma tapa que casi cuarenta años después guarda la huella del pie y del dolor de mi papá, junto a las de ese día nefasto.





CONFLICTOS GREMIALES


El colchonero critica a otros colchoneros, dirigentes de la Asociación de Colchoneros:
-No son colchoneros -me dice en secreto, haciendo pantalla con la mano junto a su boca, para que nadie más oiga-, son nigromantes.
Yo me pregunto si habré hecho bien poner en su boca la palabra "nigromante".
Es la primera vez que en un sueño, no solo me asumo como autor, sino que además me planteo cuestiones de verosimilitud.


EL SUEÑO DEL ACTOR

Hoy, después de décadas de soñar ese sueño recurrente de los actores -que no llega a ser una pesadilla, pero que angustia bastante-, donde uno debe salir a escena a interpretar un personaje que nunca ensayó, en una obra que no conoce... hoy, digo, por primera vez, pensé que ese sueño no tiene que ver con el teatro, sino con la muerte.


HOY ES UN PREMIO PERONISTA


En el sueño, un Perón anciano, me refería la historia de un mismo premio que, durante décadas, una y otra vez recaía en su familia, aunque él lo devolviese. Yo le preguntaba cuál era la índole de ese premio. Perón se hacía el distraído.
Al despertar, me dí cuenta que no podía tratarse de otra cosa que de la Copa del Mundo.


TULUMBOLE

En la lengua del sueño, TULUMBOLE era una palabra terrible.


LA COSA EN LA AUTOPISTA


dos y media de la madrugada, vas a 130, solo, por la autopista
lejos, divisás un bulto informe
a medida que te acercás, notás que se mueve de una forma inverosímil
pasás al lado y es la primera ocasión de tu vida de ver en la realidad algo que merece el nombre de monstruo
el espanto te hace perder el control del volante por una fracción de segundo
cuando retomás el dominio, ya estás lejos de la abominación
vas a seguir pensando en eso?
llegás, escribís unas pocas líneas a manera de exorcismo, y te disponés a acostar
rogás que el sueño no te lo vuelva a traer


DEUDA


En el sueño devolvía algo a alguien a quien en la realidad no debo nada. Sin embargo, durante el sueño recordaba con exactitud el momento del préstamo.
El sueño se encarga de proveerte las circunstancias necesarias para que tu accionar sea verosímil.


BRUEGHEL

Se escapa torpe, caótica, la mente del sueño, y alcanza a ver en la noche invernal de la ciudad, las grandes maniobras. Desfilan ejércitos con maletas, donde empacarán a los cadáveres.


LOS ESTUDIOS DISNEY DEL SUEÑO

Un perro ladró toda la noche. Me desperté muchas veces. Dormir entrecortado, se sabe, favorece la retención de los sueños. Estaba charlando en un bar con un señor a quien no conocía y de refilón veo un diploma o algo así, que había dejado sobre la mesa. Constaba allí que viajaría en junio a un congreso en Barcelona. "Qué lindo! Barcelona!", exclamé. El buen señor, un tanto retórico, me preguntó si me gustaba. "Me maravilla", contesté. Entonces, el otro esbozó una sonrisa, casi para sí, casi íntima, que denotaba las veces que había escuchado ese comentario, al tiempo que revelaba que a él no era una ciudad que le gustase tanto. Ya no me asombran las propiedades dramatúrgicas del sueño. Uno sabe que en la duermevela convierte jirones de imágenes en hilados argumentos. Pero ese gesto sutil, evanescente, riquísimo en expresividad, era de exclusiva autoría onírica. El sueño, a veces, es un eficaz laboratorio de animación.


CALDERON

En mis tiempos, ponéle que estabas en una reunión y un paparulo se la quería dar de filósofo, comentando con aspecto circunspecto: "y... la vida es sueño". Entonces vos, que te sabías de memoria casi completa la obra desde la adolescencia, ipso facto, le chantabas: "En Clorilene, mi esposa, / tuve un infelice hijo, / en cuyo parto los cielos / se agotaron de prodigios". El tipo se quedaba con la boca abierta, no tenía más remedio que preguntarte de donde era eso, y cuando se lo revelabas quedaba como un infeliz. Ahora el chabón pide permiso para ir al baño, guglea en el telefonito, y cuando vuelve, te dice: "retomando... esos versos que citaste, donde Basilio, el padre de Segismundo revela a la corte las razones de su encierro...". O lo que es peor, no guglea, no va al baño, no se te queda mirando con la boca abierta, y sigue con otro tema, sin importarle tres carajos no haber entendido.


viernes, 9 de diciembre de 2016

Te pega mal

Anduve mucho por la costa, caminando al sol. Después de cenar, tuve escalofríos. Me acosté. Leí un capítulo de Bloody Miami donde el burlador y el burlado cambiaban vertiginosamente. El de los rusos.  Me quedé dormido y alguien me pedía una factura, yo le explicaba por qué no la tenía, y le daba la fotocopia color de una página de Anteojito para su contabilidad. Me comentaba que viajaba a Rusia. Yo bromeaba que iba a tener que andar por debajo de la tierra. Que sabía no por conocer Rusia, sino porque me lo contó una amiga que había ido hace poco y que también está leyendo Bloody Miami. El tipo se iba y  coincidíamos con un ruso, que se encontraba en el mismo bar,  en que el otro, el que se acababa de retirar, ya no era el mismo, que se lo notaba cambiado. Retomo la cerveza que dejé interrumpida. En la mesa me acompaña un amigo actor, y se incorpora una chica muy agradable, que no conozco. Pienso que es la camarera. Le pido hielo para la cerveza, que se había entibiado. Al alcanzarle el vaso para que lo sirva, se me derrama. Quedaba poca cerveza.
Ahora estoy desvelado. Quizá retome el Bloody Miami. Me falta poco para terminarlo.
El ferné en Mar del Plata te pega distinto.







viernes, 2 de septiembre de 2016

ULTRAJE

Librería Libertador. Mesa de saldos de cómics. Gordito treintañero de short y remera selecciona tomos de superhéroes. Lo hace de forma rápida y estrepitosa. Con absoluta seguridad aparta ejemplares de las intrincadas sagas, tarea que sólo puede llevar a cabo un nerd altamente especializado. Se ha adueñado de la mesa. Despliega pilas a diestra y siniestra, arriba, abajo y en el centro también. Una freak despistada se acerca, se agacha y toma cuatro de esas revistas que habían quedado un tanto alejadas del radio de acción del gordito, quien sin embargo advierte de inmediato la sacrílega intromisión. Su rostro se transfigura. Hace el mismo pucherito de impotencia que debía hacer a los tres años cuando otro pibito le agarraba un juguete y no estaba la mamá cerca para poner las cosas en orden. 
El gordito nerd se encuentra ante una situación límite, quizá una de las más difíciles que le ha tocado atravesar en toda su existencia. No sólo se ve compelido a defender su tesoro, sino que además debe hacerlo frente a un espécimen de género extraño, al cual no acostumbra frecuentar, salvo en el reducido ámbito familiar. Se arma entonces de todo su valor para articular una frase. Una frase, báh... lo que le sale es una especie de sollozo estrangulado, a medio camino entre la ira y la indignación. Algo que suena parecido a: "eh, que ésas las separé yo!". A la poca audibilidad de ese estertor, de ese gemido lastimero, se suma el despiste de la freak, que sigue impasible toqueteando las revistas, ajena por completo a la tragedia que ha desencadenado. Este fracaso, después de tal sobrehumano esfuerzo, violenta aún más al gordo, que termina acercándose y tocando repetidas veces con un dedo el hombro de la chica agachada, quien ahora sí, alza la vista hacia él...
Una transformación parece operarse internamente en el nerd. Una mujer, un ser exótico, deseable e inferior, lo está mirando a los ojos. El debe dudar de la capacidad de entendimiento de dicho ser, y apela entonces a un recurso increíble: gesticula.
Empieza por dibujar una grotesca mueca que intenta ser una sonrisa, y como si dijese "Yo Tarzán, tú Jane" -pero no por limitación de su propio lenguaje, sino por la capacidad de comprensión de la receptora, que hasta puede que sea sorda, quién sabe-, con una energía proveniente de su violencia interior, señala las revistas, para luego volver el gesto hacia sí mismo, marcando de ese modo territorio, denotando la pertenencia.
Jane... digo, la freak..., después de un instante de asombro, capta el mensaje y deja los tomitos en su lugar.
No bien ella se aleja, el nerd concentra todo su botín en un punto cercano a él, para que ninguna otra confusión desagradable vuelva a perturbar su tarde ni su vida.



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sábado, 13 de agosto de 2016

Inconveniente de tránsito

Voy en el auto, bajo la lluvia, medio perdido buscando una dirección cuando me enfrento a una curvita un tanto cerrada a mi derecha, que da a un sendero corto de acceso a una avenida o algo así. Muy estrecho el sendero, y bordeado de una zanja apenas dibujada, casi una huella junto a un alto alambrado cubierto de ligustrina. Agarro mal la curva e increíblemente quedo encajado en esa zanja de chiste, con el coche inclinado hacia a mi lado y contra el cerco, o sea sin poder salir. 
El auto comienza a derretirse.

domingo, 24 de julio de 2016

ORIENTAL INDISCRETA


No bien pasás la Represa Hidroeléctrica de Salto Grande, la hermana República Oriental del Uruguay te recibe con una enorme, extraña y desolada edificación, que dice ser de información turística. Pero como toda indicación en el país charrúa no hay que tomarla muy al pie de la letra. Estacioné en un lugar que suponía estaba destinado a esos fines, y traté de orientarme por el oído. Cuando ubiqué de donde surgían voces, proyecté un "Hola!". Asomó entonces un señor que me indicó la oficina, la cual quedaba mucho más distante de los carteles y resultaba ínfima en relación con el edificio, aparte de estar situada de forma inverosímil. Apenas nos asomamos, una señora con aspecto de no haber hablado con nadie durante años, nos invitó muy amablemente -son muy amables, eso sí- a ingresar. No saqué de ella más información que un mapita de Salto y el aliento que no había forma de perderse. Tampoco pude usar el baño, ya que parece que no había agua. Me envió al shopping, que estaba a la entrada de la ciudad (varios kms. más adelante), donde según ella había "baños, de todo!". Pero antes de eso, y de contarme lo del agua... en el momento justo que le formulé el pedido, vaciló un poco y me preguntó: "Usted anda muy necesitado?".

No supe que responder...


Picasso y yo

Picasso estaba haciendo algo así como un mural en una calle de Zárate. Era un anciano muy petiso y de una enorme corpulencia, resaltada por el sobretodo que envolvía por completo su figura. En la tarea del mural embestía contra un hueco de la pared, cual si fuese un toro. A su lado, acostada en el piso, una bella mujer madura se limaba las uñas. Yo pensaba que Picasso reflejaba en la obra que estaba realizando la problemática del cornudo. Cuando pasaba cerca, lo miraba y el me veía. Yo dibujaba con los labios la palabra "maestro". Picasso sonreía, y con lenguaje gestual me advertía que no hay que beber.


martes, 17 de mayo de 2016

LA MISION

Aunque lo intenté varias veces,  me rondaba la sensación que sabría cuál iba a ser el momento justo en que debería retomar la historia inconclusa de cuando Tío Emilio me revoleó el bastón. Y que sería el sueño el que me lo indicara.
Pocos deben recordar entre mis compañeros de primaria la rifa que organizamos en quinto o sexto grado, para costear un viaje o algo así.
Que yo, casi cincuenta años después, lo siga teniendo presente, se debe no sólo a haber sido su principal factótum, sino a que constituyó el  motivo por el cual Tío Emilio me revoleara el bastón.
Todo empezó cuando un hábil vendedor callejero golpeó la puerta de Avellaneda 126, y logró convencer a mi tía Lola que necesitaba una batería de cocina nueva, a adquirir en cómodas cuotas mensuales.
Justo en esa casa, donde cada día de sus existencias mis tíos comían un único menú, elaborado de la misma forma y en los mismos utensillos: Tío Felipe, fideos nadando en aceite; Tío Ramón, bife de lomo con puré; Tío Emilio, sopa de verduras (ocasionalmente carne, pero cortada  como si fuese picadillo, porque no tenía dentadura). Cualquier alteración de ese ritual hubiese sonado a sacrilegio. De modo que ollas, sartenes, cacerolas, jarros y otros enseres de flamante acero inoxidable, terminaron confinados al aparador del pasillo, donde se guardaban los objetos que no se usaban, mientras que en el de la cocina resistían triunfales los viejos cacharros de toda la vida.
Mi tía Lola se lamentaba dos por tres del error cometido -que mi tío Emilio no dejaba de machacarle, aún cuando el pagador de las cuotas era Tío Ramón- y esbozaba vagamente la idea de vender algún día la batería arrumbada.
También debería aclarar -antes de entrar de lleno en la anécdota de la rifa y el amago de bastonazo- que yo tenía otra tía: Lucía. La única de los hermanos que no vivía en la casa natal. En los anales ocultos de la historia de la familia se consigna que fue exonerada de la misma por mi abuelo, al enterarse que había quedado embarazada de soltera. No obstante haberse casado con el padre de la criatura,  y mudado muy cerca de Avellaneda 126, apenas dando vuelta la esquina y cruzando, el anatema lanzado por don Coradino Meo, perduró por todo el término de su existencia (la de mi abuelo, digo). El marido de mi tía, que reparó honrosamente el desliz, se llamaba Homero y portaba apellido de origen francés. Tan grandote como buenazo, su oficio era el de imprentero, y tenía instalado el local, con esas máquinas de enormes rodillos y palancas, delante del caserón que habitaba con mi tía y mis primas.
Anoche, me visitó Tía Lucía y me encargó la misión de averiguar en qué condiciones se hallaba ése, su domicilio de antaño, en la calle Gral. Paz, entre Andrade y Avellaneda, de la ciudad de Zárate.
Mientras buscaba la dirección (se había corrido hacia la esquina de Andrade, cuando antes estaba casi llegando a Avellaneda), caí en la cuenta que una llave guardada durante años en mi llavero, sin saber qué puerta abriría, y que más de una vez estuve a punto de tirar, correspondía precisamente a esa casa.
No tuve oportunidad de usarla.
La casona se encontraba abierta y en la vereda se exhibían viejos muebles, como si los hubiesen puesto a  la venta. Entré.
Por donde uno mirara había sillones desvencijados, pero alguna silla de noble carpintería aún aparentaba buen estado. Pensé que todo aquello era de patrimonio familiar y que ahora estaba siendo usurpado, junto con la finca.
No resultó tan así.
En uno de los cuartos que daban al patio se agrupaban personas en torno a objetos de colección de todo tipo, que inmediatamente atrajeron mi atención.
Pregunté si el evento era privado o público, si las cosas estaban a la venta o sólo en exhibición. Me invitaron muy amablemente a pasar, y me advirtieron que allí no pagaría ni de más ni de menos, sólo lo justo.
Elucubré que mi faz de coleccionista me permitiría averiguar sin despertar sospechas en qué manos recaía actualmente la propiedad. Pero cuando me preguntaron el interés por el cual estaba allí, confesé  de inmediato -resulta insólito, sí- que se trataba de la casa.
Mi interlocutor se alteró por la respuesta. Me acusó de fingirme coleccionista para indagarlos bajo ese disfraz, y estuvo a punto de agarrarme de la solapa.
Le expliqué que era un coleccionista auténtico, que además quería saber quiénes eran los actuales moradores.
Se presenta entonces una señora de buen aspecto, educada, que me lleva tomándome del brazo al patio y me empieza a narrar la odisea sufrida en su carácter de vendedora de antigüedades. Su negocio venía de mal en peor, y estaban a punto de desalojarla del local que alquilaba, cuando un cadete a su servicio, de apellido -o apodo- Capión, le comenta de esa casa, que parecía abandonada.
Me menciona el nombre del cadete en el preciso y coincidente instante en que yo calculaba si habría o no iniciado una acción de usucapión sobre la finca.
También en simultáneo advierto varias pilas de viejas revistas de historietas en el piso, que me hacen dudar entre cumplir el mandato de mi tía o ceder a la tentación del coleccionista. Empezaba a ver con buenos ojos a esa gente.
Para colmo, del otro extremo del patio, un hombre alto, canoso, fornido, de aspecto bonachón, más o menos de mi edad, opina en ese momento: “Mi abuelo estaría orgulloso del destino que se le ha dado a su casa”.
De inmediato comprendo que se trata de mi primo, el hijo de Homero, el imprentero, mi tío político. Aunque de su matrimonio con mi tía Lucía sólo hubo progenie femenina, igual lo legitimo internamente como pariente y me acerco a darle la mano, emocionado. Y me dispongo a presentarme...
Pero retomo la historia de la rifa... Cuando se planteó en el grado la idea, yo aporté dos elementos fundamentales para su concreción: un premio fabuloso y la impresión de los talonarios.
Negocié, como ya  seguramente asociaron, con mi Tía Lola y mi Tío Homero, precios convenientes para que nos quedase suficiente ganancia, y el proyecto se puso en marcha. A medida que las rifas se iban vendiendo fuimos cancelando los costos. Y realizado el sorteo y conocido el ganador, llegó el día de entregar el premio.
Lo que pasó en el momento en que, con algún compañero de colegio, fuimos a retirar las cajas -todavía originales- que contenían la batería de cocina, todavía hoy, casi cincuenta años más tarde, me resulta difícil de explicar.
Es posible que mi Tía Lola se haya estado quejando en persistente sordina, como solía hacer con el único que la escuchaba, mi Tío Emilio, del precio en que terminó negociando los utensilios. Pero aún así, habiendo sido Tío Ramón -como ya dije- quien se ocupó de pagar y quien dio el visto bueno para la venta, no se explica cómo Emilio, ese anciano bajito y gruñón, pero el mejor de mis tíos, sin lugar a dudas, se tomó tan a pecho la custodia del aparador del pasillo, enfrentándonos, blandiendo el bastón amenazante, para tratar de impedir que accediésemos a las cajas.
Que haya fracasado en la misión que se propuso no honra al pibito que frustró el intento. Tampoco me honra que de adulto, casi viejo, no cumpliese anoche el mandato de mi tía, de cuidar su casa. No me avergüenzan, sin embargo, ninguno de los dos episodios. Tienen un mismo sabor de ambigüedad. De no poder, no saber determinar muy bien, de qué lado está la razón.


martes, 10 de mayo de 2016

Pobres sueños


"Si un ciudadano, pudiendo soñar que hereda trescientos millones; imagina que hereda treinta mil pesos, merece que lo fusilen por la espalda", le hace decir Arlt a Rocambole (un personaje que no le pertenecía) en Trescientos Millones.

Acabo de soñar que me regalaban un sánguche de ensalada de fruta.


lunes, 9 de mayo de 2016

Un modelo de barrio, allá en Pompeya...

Tomemos cualquier tango de los cientos que hablan de la nostalgia del barrio.
Tinta Roja, por ejemplo.
El título refiere metafóricamente a una pared de ladrillos. Y habla del buzón del mismo color, y del vino -rojo también- que tomaba el tano, y de la sangre. 
Una estampa colorida de un barrio que ya no existía en los '40, cuando se estrenó el tema,
Sin embargo yo, que nací a fines de los '50, he vislumbrado aquello de lo que habla.
Cuando desaparezca mi generación, entonces, definitivamente, será de comprensión de unos pocos exégetas, que incluso tergiversarán gran parte de los sentidos.
Hasta el olvido o la impostura absoluta.
De eso se trata, ni mas ni menos, la existencia.




lunes, 25 de abril de 2016

AHORCAMIENTO


Advertía, desde la piecita de arriba, movimientos sospechosos en el patio que desembocaba en la cuadra de la panadería de San Juan y Boedo, donde pasé una parte de mi infancia. O sea que nos hallamos situados en los años sesenta, aunque con mi edad actual, frisando -diría Cervantes- también los sesenta. Daba el alerta, pero aparecían unos tipos que se identificaban como nuevos empleados de mi tío. No me convencían demasiado sus explicaciones. Entonces los seguía furtivamente, y presenciaba cómo, en el túnel de la zorra, al final del cual se guardaban las bolsas de harina, ahorcaban al pobre Pascualito, que sí era uno de los que amasaban el pan todos los días.

Estuve unos minutos despierto, pero los ravioles y el tinto del mediodía pedían a gritos un rato más de siesta.

Pasé a ubicarme en la cocina de la panadería (la casa, el comercio y la cuadra formaban parte de un único edificio). Allí también se encontraban mi tía Herminda y mi mujer, a quienes les comunicaba la terrible noticia del asesinato de Pascualito. En ese preciso momento llegaba el cabecilla de los criminales, a quien yo, astutamente, había citado con el pretexto de encargarle un trabajo de albañilería en una propiedad lindera, que me pertenecía. Atravesábamos el patio, que ahora aparentaba ser el del conventillo de Don Nicola (Pascualito-Pascualín), mientras le daba charla para que no advirtiese que adonde en realidad nos dirigíamos era a la comisaría de al lado.





"...cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor"

Entre todas las cosas que ya no vienen como eran antes, la que menos, menos, menos se parece es el alfajor Jorgito de chocolate. Aquella golosina que -recuerdo- mi compañero del secundario Javier González ingería por docenas en cada jornada de clases del benemérito Colegio Nacional de Zárate, y que era adquirida en los recreos, en el puesto del legendario portero, Pepe Caivano, o enfrente, en el kiosco de Monferrand, situado en plaza Mitre, venía en un envase desenvolvible (permítaseme el galeguismo) y no en uno sellado industrialmente. El proceso de envasado era artesanal al punto que solíamos encontrar con Javier -que se dignaba muy cada tanto convidarme un mordisco, tan pobre era yo y tan voraz él- huellas digitales marcadas en el chocolate de la cobertura. Ese envoltorio incluso permitía un entretenimiento para realizar en materias tediosas y lejanas a la realidad imperante como ser Educación Cívica, dictada por el insigne investigador de la gesta sanmartiniana, el Dr. Carlos Alberto Leumann: con mucho cuidado se extraía del dorso de la envoltura una especie de papel manteca delgadísimo y con él se alisaba pacientemente la otra parte del envase, hasta que quedaba convertida en una fina lámina metalizada. Pero póngale usté que ese estúpido cambio en aras del altar de la higiene se pueda justificar. La textura, el grosor y el sabor del alfajor Jorgito de comienzos de los '70 eran por completo distintos. Huelga decirlo, aquel alfajor era mejor. Y sólo quien haya comparado uno y otro puede decir cuánto se perdió en el camino.


miércoles, 20 de abril de 2016

TANGO


La naifa está junto a la ventana, mira la yeca y bate: "Puta digo, escureció de golpe y caen soretes de punta... Vení pa' cá, gil... Enyename el vaso de moscato y vamo' a chupar juntos, queré?"
Ahí el cafiolo se inspira, saca el lápiz de la oreja, y en el pelpa de almacén donde le envolvieron el salamín, sorteando las manchas de grasa, escribe: 
"Afuera es noche y llueve tanto..."


lunes, 18 de abril de 2016

LEGADOS

Me preguntaba qué click me habría hecho soñar con mi padre, por qué le decía que lo iba a alcanzar en auto, al tiempo que me reprochaba internamente el tiempo que hacía que no le daba bola, que no hablaba con él.
Anoche, mientras movía mis cajas con archivos de unos estantes de arriba de todo, se me cae una antigua lata de galletitas Bagley, donde el abuelo de mi mujer guardaba estampillas en prolijos paquetitos. Siempre me intrigó esa colección, que abarca muchos recipientes de distinto tipo, repletos de sellos.
Hoy se me dio por consultar, lo que suscitó una amable charla sobre filatelia con un amigo conocedor del tema. 
Recién, la conversación me llevó al recuerdo de un capítulo del Decálogo de Kieslowski, cuyo argumento pasa por una colección de estampillas que heredan dos hermanos, de su padre que acaba de morir. 
No saben nada de filatelia, pero de a poco, en función de determinar el valor de la herencia, se van interiorizando.
Hay una escena maravillosa -una de las escenas más conmovedoras que he visto en pantalla- donde los hermanos amanecen ocupándose de los detalles de la preservación de la colección.
Uno de ellos comenta entonces que al estar absorto en esa tarea, se había olvidado de todo. Y que hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien, 
"Todo" -claro- era su vida gris, sus pobres vínculos, el mundo.
Solo un coleccionista puede entender esa frase. Eso es exactamente el coleccionismo. 
Los dos hermanos se habían convertido en coleccionistas sin darse cuenta. Y ahí estaba el verdadero legado del padre, no en las estampillas en sí
Quizá yo esté tratando de descifrar, tan tarde, a esta altura de la vida, que fue lo que en realidad me dejó mi viejo.


sábado, 16 de abril de 2016

VIEJAS CHOTAS (3)


La señora bajita y rechoncha habla incansablemente en la verdulería. 
Dice cosas como "el ajo viene sin gusto a ajo" o "mi marido cocina, como debe ser".
La imagino en su casa, balanceándose de un lado a otro para equilibrar su peso y parloteando desde que se levanta hasta que se acuesta, y me parece un milagro que en el barrio no haya habido noticias de un uxoricidio.

viernes, 15 de abril de 2016

LA PERIPECIA ARISTOTELICA EN LA INFORMATICA

Mi viejo y querido Word 2003, en mi vieja y querida PC, empezó a dar hoy alarmantes señales de agonía. Intenté repararlo sin éxito y terminé desinstalándolo. Como hace un tiempo yo había instalado en la note el 2010, me dispuse a tratar de reconstruir ese proceso. Trasladé con el pendrive el exe que estaba en la note, pero al tratar de ejecutarlo me pedía una contraseña. El Google me tiró cientos y todas supuestamente eran posta. Ninguna servía, por supuesto. Me dije que había que empezar de nuevo. Después de pasar por toda la truchada informática de la web y sortear las trampas que te ponen a cada paso, encontré un sitio confiable y un tutorial bastante simple de seguir. Luego de una lentísima descarga, y un más lento aún proceso de instalación, reinicio de la PC mediante, ví aparecer por fin el ícono de la página con renglones y la doble ve, y me tranquilicé. Restaba activarlo, cosa que nunca me preocupó en la note, porque ahí uso poco el Word. Pero en la PC, donde es de uso continuo, no podía soportar permanentemente los odiosos cartelitos de advertencia del puto Microsoft. Así que me bajé el activador, creyendo que después de lo anterior iba a ser un juego infantil. Me equivoqué. Una vez descargado, lo descomprimí del rar y seguí la instrucción de ejecutarlo como administrador. Me pedía contraseña. Qué mierda podía acordarme yo de la contraseña de administrador, si es que alguna vez la supe? Vuelta a guglear, y me desayuno que la forma de salir de ese atolladero era reiniciar la PC en modo prueba de fallos. Después ir a inicio, ejecutar, escribir unas palabras mágicas, y ahí ya podía establecer una nueva contraseña. Imprimo las instrucciones, las sigo al pie de la letra, todo bien. Vuelvo a iniciar la PC en forma normal, pero me aparece pantalla de Administrador local, y me pide contraseña. Luego de fracasar varias veces con la que acababa de registrar, entiendo que Administrador y Administrador local no es lo mismo. Busco soluciones en la note, un chabón propone el viejo control+alt+supr, que efectivamente funciona, porque aparece la contraseña cifrada. Pero yo, en vez de darle enter y chau picho, intento copiarla y de torpe que soy la borro. Ya era imposible entrar. De nuevo al modo prueba de fallos, y papelito en mano logro cambiar también la contraseña de Administrador local. Abro la la PC con ese password, pero ya ni me acuerdo en qué estaba... Lo de ejecutar el activador como administrador, no? Pongo la contraseña. Me aparece un cartelito en inglés. Insisto. Lo mismo una y otra vez. Desesperado vuelvo a buscar por toda la web otro activador, y el único confiable era el que ya había bajado. Recurro a un antiguo amor, el E-Mule. Lo actualizo, porque hacía siglos que no lo usaba, y largo la búsqueda. El resultado que parecía más potable tenía 2 GB, podía tardar un año en bajar. Igual pongo a la mulita a hacer el trabajo. Pero la angustia no cede. Se me da entonces por descifrar el cartelito en inglés que me saltaba cuando trataba de ejecutar el activador, y al que tomé por simple aviso de error. No era así. Resulta que me estaba diciendo que previo a eso debía tener el Framework v4.0.30319. Claro, mi instalación de Windows XP (sí, XP) era trucha y jamás actualicé nada por miedo a que me bloquearan. Así que estaba en la prehistoria de la informática, con al abuelo de los sistemas operativos. Ya jugado a todo, decidí descargar el Framework del sitio oficial, salteándome la advertencia que era sólo para quienes tuviesen copia legal y rogando que pudiese volver a encender la máquina y acceder a mis archivos una vez instalado. Nuevamente horas de descarga e instalación. Juro que por momentos, cuando aparecía algo similar a "cliente" en el progreso de instalación, temblaba de miedo, como si la ira de la corporación fuese a caer como un rayo sobre mi vieja y querida PC de un momento a otro. Pero no pasó nada (hasta ahora). Mis esfuerzos fueron coronados por el éxito. Pude ejecutar finalmente el activador, y el Word me aparece de lo más legalcito y sin advertencias admonitorias. Es más, también descargué el activador en la note, donde por supuesto no sufrí ninguna peripecia, dado que tiene Windows 10. Todo el proceso me debe haber consumido unas doce horas, calculo. A lo que hay que sumarle lo que me insumió escribir esto, que encima muy pocos -sólo los del palo de la informática- disfrutarán. Qué vida al pedo la mía.