Había llovido a baldazos, pero ya está amainando. Noto que a unos metros de donde estoy, el agua le llega a los tobillos a un grupo de chicos que vienen por el medio de la calle. Una de las nenas se encapricha en no querer seguir, y se sienta en la vereda de un terreno baldío, justo cuando yo paso por ahí. Entiendo que los otros la habían estado fastidiando, pero ahora la instan sinceramente a continuar para llegar rápido y secarse. A punto de meterme en favor del argumento del grupo, la chica accede y re emprende camino junto a sus compañeros, que no se si eran hermanos o amiguitos. Yo volvía a casa desde el kiosco de revistas con varias publicaciones bajo el brazo, intentando que no se me mojasen. Cuando estoy llegando, al intentar cruzar la calle por donde había menos agua, en el medio exacto de la calle, me topo con un muchacho que me llama por mi nombre y me abraza efusivamente. No lo reconozco, imagino que se trata de un ex alumno, por la diferencia de edad. Los autos pasan tocando bocina y salpicándonos. El pibe ni se inmuta y continúa con los palmoteos del reencuentro que atentan contra la estabilidad de mis revistas. Temo que terminen cayendo al asfalto mojado. Le digo que vivo enfrente, que estoy apurado, que me están esperando. Enseguida me arrepiento porque lo imagino tocándome timbre en un rato. Zafo como puedo de sus efusividades y finalmente termino de cruzar. Advierto que en la casa chorizo de al lado, cerrada por años, hay movimiento. Han sacado afuera un montón de objetos y en el patiecito lateral, un hombre desastrado reniega intentando desarmar un bombeador. Al lado de la puerta de rejas oxidadas de la entrada, veo tirados en el piso las cadenas y el candado que la mantenían cerrada. Están cortados. Lo cual -pienso- resulta absurdo, porque cualquiera podía saltar sin demasiado esfuerzo ese tapialcito. Me figuro que vamos a tener de vecino un ocupa con las facultades mentales alteradas. Entro en casa, dispuesto a darle la mala nueva a mi mujer, pero han llegado un montón de amigas suyas, que ni siquiera advierten mi presencia. Una de ellas anuncia que viaja a Chacabuco, su localidad de origen, el fin de semana. Otra se ofrece acompañarla. Yo sigo de largo a la cocina, para buscar un repasador con el cual secar mis revistas.
sábado, 29 de diciembre de 2018
lunes, 24 de diciembre de 2018
UN DIA DE FURIA
Había sido una jornada de un caos pocas veces visto, pero de lo único que se hablaba era del robo de la valija. Por todas partes, en la calle, en bares, en peĺuquerías, la gente comentaba lo mismo. Ya se estaba yendo la luz. Mientras escuchaba en la radio portátil los detalles mil y una vez repetidos de cómo había sido el robo, recorría atentamente las vías del tren, donde se decía podía haber sido arrojada. Lo curioso es que la única persona que la buscaba por allí era yo. Unos metros más adelante un bulto grande me llamó la atención. Era una valija de cuero marrón, como la robada, pero vacía. La revisé de arriba a abajo para ver si aparecía cualquier tipo de identificación. Tenía un tajo en el fondo, por el que seguramente vaciaron el contenido, ni siquiera se habían tomado la molestia de forzar la cerradura. Sí resultaba posible que se hubiesen deshecho de los marbetes en otro lugar. No se veía nada y era peligroso seguir caminando entre los rieles. En un paso a nivel salgo a una calle estrecha, pero de doble mano. De mi lado no transitaba nadie. En el de enfrente se adivinaba una interminable hilera de camiones detenidos. Me aseguro de todos modos, a un lado y otro, que no venga algún desaforado a toda velocidad. Cuando estoy cruzando me parece ver entre dos camiones, una silueta furtiva. Me resulta familiar. Una vez en la vereda trato de ubicarla. La persona está sentada en un banco de material, frente a una casa humilde. Me acerco con precaución. Pienso que puede haber alguna cámara de seguridad en los alrededores. Enciende un cigarrillo. Ese es el pretexto justo para abordarlo sin que resulte sospechoso. Le digo, desenvuelto: "Perdón, señor... no me convidaría...?". El saca de inmediato el paquete que acababa de guardar, me lo extiende, me ofrece fuego. A la luz del encendedor tengo la certeza de quién se trata. Aspiro la primer bocanada, que me hace toser. Hace años que no fumo. Me compongo. Me siento en el banco rústico. Me dispongo a interrogar a mi cómplice sobre el contenido de la valija.
sábado, 15 de diciembre de 2018
DEJA VU
Desde la estación la vista a la ciudad era prodigiosa. O hacía mucho tiempo que yo no llegaba en tren, o estaba soñando, siendo esto lo más probable.
Era de noche, y descendían muy pocos pasajeros.
Lo curioso es que siguiendo el sector iluminado de la estación se llegaba a un barrio sórdido. Y por el contrario, la zona sombría daba acceso a los monumentales edificios.
Una muchacha, que había bajado del tren a la par de mí, dudaba hacia donde dirigirse. Enfiló para el lado de la luz. Yo temía que de advertirle que no convenía ir por allí, sino por la parte oscura, desconfiase. Pero algo la hizo volver y preguntarme. Aceptó mi indicación de forma natural y transitamos juntos el sector lóbrego. Yo le señalaba a lo lejos las columnas iluminadas que se avizoraban y le informaba a qué edificio pertenecían, con la intención de afirmar su confianza. Ella, al parecer, no lo necesitaba, porque de inmediato, en forma desenvuelta, se puso a comentar el estilo arquitectónico. Era una muchacha instruida, agradable, y su conversación resultaba interesante. Mientras la escuchaba y nos acercábamos a la zona edificada, tuve un déjà vu: esas columnas no se correspondían con ningún edificio de la ciudad... me habían aparecido en un sueño muy lejano.
domingo, 2 de diciembre de 2018
SOLEDAD DE LOS TEATROS
En el teatro solo quedábamos la chica de boletería y yo. Habíamos tenido poco público y era la última función. La chica se impacientaba porque se quería ir y yo me ponía a anotar en la hoja del borderó el sueño, para que no se me escapase con la vigilia.
jueves, 29 de noviembre de 2018
LISTA
El pintor está en casa trabajando y me pide que le compre algunos elementos que necesita. Voy a una ferretería con la lista por él confeccionada, en la que le insistí consignara hasta la menor especificación, porque odio que me exijan detalles sobre lo que desconozco por completo, cosa que suele suceder en estos rubros (listas incompletas, solicitud de aclaraciones, desconocimiento de uno, que se siente un simple cadete).
En la ferretería leen el papel y sin hacerme ningún tipo de preguntas, me entregan unas maquinarias extrañas. Pero me dicen, eso sí, que no tienen los dos primeros ítems que figuran en el papelito.
Recorro tres ferreterías más, lo mismo.
Recién en la cuarta leen la lista y se disponen a buscar lo faltante.
El ferretero regresa con una barra de panceta ahumada y otra de queso. Coloca la panceta en la máquina de cortar fiambre y comienza a calibrarla. No entiendo. Le pregunto si es eso lo que me anotaron. Me contesta que sí. Y me explica que mi electricista debe ser uno de los pocos que saben que la panceta ahumada y el queso son excelentes aislantes de los cables de exterior.
Replico que quien me pidió esos materiales es un pintor, no un electricista.
-Ah... entonces los querrá para hacerse un sándwich -concluye el ferretero, mientras corta el fiambre.
En la ferretería leen el papel y sin hacerme ningún tipo de preguntas, me entregan unas maquinarias extrañas. Pero me dicen, eso sí, que no tienen los dos primeros ítems que figuran en el papelito.
Recorro tres ferreterías más, lo mismo.
Recién en la cuarta leen la lista y se disponen a buscar lo faltante.
El ferretero regresa con una barra de panceta ahumada y otra de queso. Coloca la panceta en la máquina de cortar fiambre y comienza a calibrarla. No entiendo. Le pregunto si es eso lo que me anotaron. Me contesta que sí. Y me explica que mi electricista debe ser uno de los pocos que saben que la panceta ahumada y el queso son excelentes aislantes de los cables de exterior.
Replico que quien me pidió esos materiales es un pintor, no un electricista.
-Ah... entonces los querrá para hacerse un sándwich -concluye el ferretero, mientras corta el fiambre.
miércoles, 28 de noviembre de 2018
INQUISIDORES DE HOTEL
Habíamos parado con mi mujer en un hotelito medio pelo, tres estrellas, pongámosle, de un pueblo de provincia.
No bien acreditados, dejábamos las valijas y salíamos. Por alguna razón yo regresaba. Debía subir a la habitación, y no recordaba dónde quedaban los ascensores. Por fin ubico uno. Al abrirse, veo que es muy estrecho y le cedo el turno a una señora de la limpieza que estaba también esperando. Se niega rotundamente. Termino tomándolo yo, y enseguida me doy cuenta que se trataba de un ascensor de servicio que sólo conduce a los sótanos. Decido bajar ahí y me cuesta encontrar la escalera para volver al lobby. Cuando llego, advierto al costado de la recepción un kiosco, y detrás de éste, lo que parecen ascensores. Sortear el kiosco no es tarea fácil, el pasillo resulta ser ínfimo. Desemboco finalmente en una estación de trenes o de subte, un espacio abierto, amplio, pero no tanto como las grandes estaciones de Europa, pienso. Constato que los ascensores no pertenecían al hotel. Regreso al hall principal, y un joven botones me exige explicación sobre mi conducta, que juzga sospechosa. Enseguida se acerca un guardia, y con más tacto, me interroga sobre qué hago ahí. Me indigno, les espeto que soy un huésped al que se le está faltando el respeto. Me pregunta entonces el número de habitación, y recién cuando se lo digo, interviene el conserje pidiéndome que me calme, que no me enoje con ellos, que había sido él quien los había mandado a preguntar. Le lanzo una filípica al muchachito sobre su ensoberbecimiento. "Así no vas a llegar muy lejos en la vida", le advierto. El guardia -que pareciera ser el padre- lo toma del hombro y lo aleja. Sigo con el conserje, interpelándolo por el motivo de la persecución. "Y... No es para menos -contesta-. Perfumes importados, un tapado de piel...". Ya mi enojo es imparable. Le contesto a los gritos que sí, que viajamos a Europa y que mi mujer suele traer de allí perfumes y ropa, y que de todos modos qué tiene eso que ver, que estuvieron revolviendo nuestras cosas, violando nuestra privacidad. Sin embargo, se que la verdadera causa del incidente está en otro lado. Le pido que me diga la verdad. "Sabe qué pasa? -confiesa- que como usted andaba dando vueltas...". Justo en ese momento localizo visualmente los ascensores, lo que me evita revelarle que los estaba buscando.
viernes, 13 de julio de 2018
INVASION
Un grupo de muchachos invade mi casa. No son agresivos, pareciera que están en plan de trabajo, arreglos, modificaciones, algo así. Sin embargo, las tareas no tienen sentido. Traen y llevan cosas de un lugar a otro, permanentemente. Una chica acomoda un colchón en el escritorio. Eso me alarma, es como si pensaran instalarse. Los interrogo sobre su presencia ahí, cómo llegaron, cuál es su propósito... Las respuestas resultan tan incoherentes como sus acciones. Les pregunto si los mandó alguien. Aparece un señor mayor, que se hace cargo. Es un enmarcador de cuadros. Lo increpo, ya enojado. Lo insto a que se largue con toda su troupe. Me dice que él tiene la llave de la casa desde hace tiempo y me la exhibe. Le contesto que no puede haber entrado con esa llave, porque hace poco cambié la cerradura. "Esta llave abre todas las puertas", se ufana, socarrón. Y se va.
sábado, 23 de junio de 2018
COSQUILLAS
Me encontraba en la calle, delante de la entrada de una terminal de ómnibus. Se me había desprendido el pantalón y me acostaba en la vereda para abrochármelo, en una actitud que yo mismo reputaba indecorosa. Abocado a la tarea, que no resultaba fácil, veía y escuchaba a un colectivero -desde dentro de la terminal- explicando a un grupo de pasajeros el por qué un coche había atropellado a una persona, al hacer marcha atrás. Atribuía la culpa a la imprudencia de la víctima. Yo recordaba que un par de días antes había oído exactamente la misma explicación sobre un hecho similar. Concluía entonces que sucedía con frecuencia y que los colectiveros tenían un discursito armado para deslindar responsabilidades. A unos metros de donde me hallaba tirado en el piso, una pareja mayor sentada en un banco hablaba con otro señor mayor, parado junto a ella. Al principio parecía una conversación normal, pero de pronto el que estaba parado empieza a gritar "ladrones, son todos unos ladrones!", y se lanza furioso contra los transeúntes. Venía en mi dirección, y yo calculaba que en esa postura de indefensión, iba a ser presa fácil de su furia. Pero no... se agacha y empieza a hacerme cosquillas, mientras dice graciosamente: "piquipiquipiquipiqui..."
miércoles, 20 de junio de 2018
CAMBIO, CAMBIO... (2)
Debía pagar en el restaurante. Entregaba un billete de mil para una consumición inferior a doscientos. El mozo me devolvía de cambio unas monedas grandes y triangulares, con extraños dibujos en el centro. También unos tarjetones animados de Patoruzú que me llamaban la atención. "Le gustan? Se los doy todos. Son publicidades de otro restaurante" -me dice, y amaga irse. Lo detengo y le aclaro que falta bastante para el vuelto de mil. El mozo se sienta a la mesa y se dispone a explicarme...
miércoles, 6 de junio de 2018
FANTASMA
(para Moni, mi amor, con quien a veces miramos televisión)
Soy lo que usted llamaría un fantasma. Claro que hay diferencias entre lo que soy y lo que usted debe creer que es un fantasma. Empecemos por la similitud: usted no me ve. Sólo escucha mi voz resonando en su cabeza. Sin embargo, yo sí me veo. Le aclaro… no llevo un sudario. Tampoco luzco melena desgreñada, ni uñas crecidas, ni rostro cadavérico. Ni cuelgan partes de mis carnes desprendidas, lo que me asemejaría más a un resucitado. Nada de
eso. Conservo más o menos el mismo aspecto
de poco antes de morir, quizá algo más pálido. Apenas. Ningún deterioro
evidente. Mi muerte no fue traumática, producto de una larga agonía o un accidente
fatal. Se paró mi corazón una noche, ya hace largo tiempo, mientras dormía. Un final benigno, que agradezco. Al otro día me levanté, como todos los
días, para venir a trabajar. Cuando voy a saludar a mi madre, la encuentro llorando. Le pregunté qué le ocurría y me
ignoró. Fue a abrazarse con una vecina, mientras repetía “se me fue, mi hijito se
me fue”. Tardé un rato en entender que
se refería a mí, a pesar que no había
otra posibilidad, ya que soy hijo único.
Preferí no asistir a mi velatorio. En ocasiones me
arrepiento de no haberlo hecho. Aunque creo que estuvo bien. Ni habrá ido demasiada gente, ni se me debe haber llorado tanto. Salvo mi madre, pobre. Conservó
la tristeza durante años. Me quedaba con frecuencia a su lado, acompañándola
sin que lo supiese. Solía hablar conmigo. No conmigo, como fantasma. Conmigo en su imaginación,
quiero decir.
A veces me reprochaba que la
hubiese dejado sola. Otras me preguntaba si estaba bien la temperatura del
mate, o si quería que cambiase la yerba. Preparaba el almuerzo para ella y lo servía en dos platos. Al acabar el
suyo, me preguntaba si no tenía más apetito. Entonces, tomaba el mío, y comía
la otra porción, suspirando.
La muerte de nuestro pajarito fue
el golpe que terminó por derrumbarla. Después de dos mañanas sin que la
despertasen sus trinos, decidió quedarse en la cama para siempre.
Debo confesar que al principio me
alegró su muerte. Pensé que nos íbamos a reencontrar como espectros. No fue
así.
Me costó aceptar que los
fantasmas anduviésemos cada uno por su lado, sin que se nos permitiera
comunicarnos. La religión propone que corremos distintas suertes, luego de morir. Que unos
quedamos en eso que se conoce como limbo, una especie de tierra de nadie, y
otros marchan a su destino definitivo, sea
lo que llaman cielo o infierno. Opinaba que no debía ser así, porque en estas décadas jamás me había cruzado con otro de mi misma condición. Hasta
ahora…
La casa familiar fue a parar a
manos de una prima ya mayor. La alquilaba por temporadas. Resultaba molesto
convivir (sé que no suena adecuado el término, pero es la forma en que lo sentía) con
desconocidos. Después del fallecimiento de mi prima, quedó deshabitada. Supongo que
ella nunca hizo los trámites legales para adquirir la titularidad, y ahora es
de nadie, porque ni siquiera dejó descendencia. Un día, supongo, vendrá una
topadora y la tirará abajo. O se derrumbará sola. Al menos, por el momento, a
nadie se le ocurrió ocuparla. Aunque suelo ver algún objeto cambiado de lugar.
Cada tanto vuelvo a pasar la noche en esas ruinas. Por nostalgia, y para
vigilar además. Hay humedad, vidrios de ventanas que se rompieron,
pululan las alimañas. Por suerte nada de eso afecta a un fantasma. Al menos no físicamente, sí en lo anímico. Esa
es la razón de que vuelva poco, y la mayoría de las noches las pase en esta
oficina.
Cuando duermo en mi casa, repito
la rutina que hacía en vida. Me levanto, me aseo, me preparo un desayuno que no
tomo, ya que si lo hiciese se derramaría en el piso. Actos inútiles, claro. Vengo
caminando al trabajo -ya no me urge el horario- y abro con mi llave. Eso si no hay nadie a la vista. No quisiera asustar a la gente con una puerta que se
abre sola. De haber ocasionales transeúntes, espero que se alejen, o simplemente
traspongo las paredes. Que ahí sí me asemejo a la idea que se tiene de los
fantasmas. Hago poco uso de ese don llamado intangibilidad (no conocía la
palabra, la averigüé, en mi estado uno tiene tiempo de sobra para ocuparse de
cuestiones insignificantes). Prefiero actuar como un ser humano normal. No me es
fácil asumirme como fantasma, a pesar del tiempo transcurrido.
En mi oficina ya estaba solo
desde mucho antes de morir. Tuve un ayudante, pero se fue en busca de mejores horizontes y nunca lo reemplazaron. No lo
extrañé porque era un muchacho taciturno, hablaba poco. Ahora sí me gustaría
que estuviese, aunque el contacto fuese nulo.
Creo que ver a alguien moverse a mi alrededor me distraería un poco de esta
tristeza de fantasma.
Usted se preguntará por qué no me
mezclo con la gente, entro en alguna casa, curioseo las vidas ajenas. Lo experimenté una que otra vez. Pero me da pudor. No está bien ser testigo de actos que
los demás creen privados. A mí no me hubiese gustado que me sucediese estando vivo,
y creo que a usted le ocurriría lo mismo.
Mi única distracción es el
trabajo. Un trabajo que ya no existe. A mi muerte cerraron el local. Quizá lo
mantenían abierto sólo para no despedirme. Ya entraban pocas cartas,
entonces. Imagínese ahora.
Yo era el jefe de la oficina de
cartas muertas del correo. Se le llamaban cartas muertas a aquéllas que no
habiéndose encontrado al destinatario se intentaban devolver al remitente, y a éste tampoco se lo hallaba en el lugar
de envío. Puede parecer extraño no ubicar
ni a uno ni a otro, sin embargo sucedía con frecuencia. Razones? Las principales:
a) direcciones mal puestas o ilegibles; b) movilidad de las personas. Hay gente
que cambia de vivienda como de camisa. O que vive de hotel en hotel,
recorriendo el mundo, y desde allí envía (enviaba) cartas y/o pretendía
recibirlas. Viajaban más rápido que el correo, que siempre fue lento, hay que
reconocerlo.
Me sucedió una vez que mi mamá
fue a quedarse unos días en lo de esta prima que le hablé, que era de otra
provincia. No bien llegó me mandó una postal (con un paisaje muy bonito de
sierras nevadas… aunque ella viajó en verano). Resulta que mi mamá estuvo de
vuelta antes que yo recibiese la postal. Nos reímos los dos. Hacíamos la broma
que esa postal, de no haber estado yo en casa para recibirla, y de haber sido
devuelta a la dirección de mi prima, y de mi prima rechazarla, podría haber ido
a parar a mi oficina. Igual, de forma alambicada, hubiese llegado a destino.
Nos causaba gracia esa paradoja.
Así como creo que mi casa un
día será tirada abajo, imagino que en algún momento la Comuna advertirá esta
oficina sin uso y le dará un destino. O simplemente la pondrá en venta, porque
es muy chica para lo grande que se ha vuelto la burocracia. Y entonces,
me habré quedado definitivamente sin hogar y sin trabajo y seré un fantasma
errabundo. Estaré más triste que ahora.
Mejor no pienso en eso y me explayo sobre mi tarea. Consistía en abrir las cartas y leerlas para rastrear indicios que permitiesen localizar al destinatario o al
remitente. Al principio, me asaltaba de tanto en tanto ese prurito del que le
hablé, de andar inmiscuyéndome en las vidas ajenas. Claro que con un propósito
altruista en el caso.
Porque imagínese que usted envía una carta (ya no, pero en épocas anteriores imagínelo) y no recibe respuesta.
Espera un tiempo prudencial y manda una segunda. Y otra más. Finalmente, puede llegar a concluir
que no quieren contestarle. Que el destinatario está disgustado por algo que usted
escribió, o que desea borrarlo de su vida por equis motivo… O puede
sospechar lo peor.
Yo contribuía a que eso no ocurriese. A que no se rompiesen lazos
humanos, por meras suposiciones, basadas en el desconocimiento del hecho fortuito, fuera el que fuese. En ocasiones, un dato concreto en el contenido de la carta, permitía que felizmente
hallara al destinatario o al remitente. Yo ejercía muy a consciencia mi trabajo.
Hacía llamadas telefónicas, guía en mano, a localidades lejanas, en pos de la
búsqueda. Más de una vez, mis superiores
me reprendieron por el costo de las llamadas de larga distancia. Pero
en general, dejaban rienda suelta a mi iniciativa, porque veían los resultados
positivos.
Varias personas me han telefoneado o
me han escrito para agradecerme. Ellos también se tomaban la molestia de rastrearme,
porque mi labor detectivesca era anónima. Son esas pequeñas gratificaciones que
van más allá de la paga. Un sueldo siempre modesto, hay que decirlo, que alcanzaba
para que viviésemos con un mínimo decoro, mamá y yo.
Ahora trabajo gratis. Ya no tengo
necesidad material alguna y puedo darme el lujo de hacerlo. Si bien no se me ve
ni se me oye, y soy de sustancia vaporosa, conservo la facultad de manipular
objetos, de escribir en un papel, como lo estoy haciendo en este instante.
Claro que mi dedicación no rinde
los mismos frutos que otrora. Hurgo en epístolas muy antiguas, archivadas después
de haber intentado lo imposible por encontrar en ellas una mínima pista. Las releo
una y otra vez, tratando que el conocimiento de su contenido no me impida
advertir un detalle antes pasado por alto. Suelo, sí, descubrir sentidos
nuevos. Párrafos que se me develan o se me tornan misteriosos de repente. Pero
ningún dato de paraderos.
Y aun cuando lo obtuviese… ¿estarían vivos los que escribieron o iban a recibir esas líneas?
Quizá lea cartas de otros
fantasmas. De quienes como yo, ya no son.
Y efectivamente… un acontecimiento extraño sucedió
hace unos días.
Alguien, a media mañana, deslizó
por debajo de la puerta un sobre.
Salí de inmediato a la calle
haciendo uso de mi don de intangibilidad. No es éste un barrio muy transitado,
pero suelen pasar vecinas con la bolsa de las compras, o jubilados que
van a leer el diario a la placita de acá dos cuadras. Ese día no
había nadie, ni a diestra ni a siniestra. La oficina está situada a mitad de cuadra, de modo que tendría que
haber visto al remitente. Aun así, corrí hasta una y otra esquina. Las calles desiertas.
Entré, desconcertado, recogí el
sobre, lo abrí, leí la carta:
“Estimado amigo: vivo en la casa
de enfrente desde hace noventa años. En realidad viví –en el sentido estricto de la palabra- cincuenta.
Los restantes, la habito en calidad de espíritu, puesto que fallecí a esa edad prematura.
Veo transcurrir la vida que ya no tengo detrás de la ventana. He notado que la puerta
de esa oficina se abre y se cierra sola a veces. Entiendo que una ¿persona? similar a mí suele ingresar allí. No imagino otra explicación. ¿Es usted un fantasma, como yo? De ser así,
entiendo también que no podemos vernos. Pero quizá acepte usted que nos escribamos… Me siento muy sola. Afectuosamente, su vecina”
Sensaciones olvidadas me
invadieron. Parecidas a la alegría, a la emoción.
¡Existían otros espectros! Y
había un medio de comunicarnos.
De golpe, me sobrevino la idea que
podía ser una broma cruel. Decidí arrancar de raíz esa duda. A esta
altura de la muerte una ilusión vana no haría más que acentuar mi tristeza.
Urdí un plan para cerciorarme. Tomé
un sobre, metí dentro una hoja en blanco, lo cerré. Crucé enfrente, lo deslicé
por debajo de la puerta y acto seguido traspuse rápidamente el muro.
La casa estaba deshabitada, en penumbras. Se vislumbraban los muebles cubiertos con fundas, el polvo, el moho, las telarañas. Así y todo se conservaba en mejor estado que la mía. Era una construcción noble, señorial. Mi vivienda,
en contraste, daba la impresión de pobreza extrema .
Divisé en el umbral lo blanco
del sobre. Fijé mi atención en él. A los pocos minutos vi cómo se elevaba en el
aire, se rasgaba, salía de su interior la hoja, se desplegaba… y quedaba ahí,
en suspenso.
¡No se trataba de una broma!
Imaginé el rostro de mi congénere intentando comprender el significado de la hoja en blanco.
Pero no podía detenerme más
tiempo en ese lugar. Ya habría ocasión de contestarle su carta. Me urgía llegar a mi
casa.
Si existen otros fantasmas que no
puedo ver -al igual que los mortales,
que no pueden vernos a nosotros- mi madre podría encontrarse vagando por nuestras habitaciones vacías en ese mismo momento. ¡Era probable que luego
de su muerte nos hayamos cruzado cotidianamente, sin saberlo!
Ahora había descubierto la forma
de comunicarme con ella. Bastaba con dejar una nota en la mesa de la cocina.
Entré, tomé papel y lápiz,
escribí con letra temblorosa: “Estoy acá, mamá querida, aunque no podamos
vernos”. Puse la esquela debajo de la frutera que oficiaba de centro de mesa, y me senté a esperar.
Pasaron las horas y la nota
seguía allí. Me insuflaba ánimo: "quizá mamá ande de recorrida por el
barrio para distraerse... seguramente regresará al atardecer".
Me quedé dormido.
Cuando desperté era noche
cerrada. La oscuridad lo invadía todo. Abrí una persiana. A la luz de la luna
comprobé que mi mensaje había desaparecido.
Volví a sentir la alegría
olvidada, pero con mucha más intensidad.
Duró muy poco. Junto a mi pié, en
el piso, advertí el papel estrujado.
Se me había borrado por completo
de la memoria que mamá, pobre, era analfabeta.
domingo, 13 de mayo de 2018
EL QUE ROBA A OTRO LADRON...
La moza derrama la mitad del café en el platito. Encima el pocillo es muy modernoso, pero ínfimo. Me quejo, trae una jarra y agrega más café. Así y todo me sigo quejando del tamaño del pocillo, aunque con corrección. Si le dijese todo lo que pienso lo calificaría de tilinguería para disfrazar la crisis. En la misma mesa en que estoy con mi mujer, se encuentra sentada una señora que escribe tarjetas para adosar a unos coquetos bombones. Mi mujer me explica que en ese bar se dejan sobre las mesas regalos para amigos, que luego pasan a recogerlos. Imagino que cualquiera podría llevárselos. Yo mismo me veo tentado a hacerlo, después que se va la señora y mi mujer se levanta para ir al baño. Me abstengo, no por honestidad, sino porque no me entusiasman mucho los bombones. Veo en cambio, entre el material de lectura que ofrece el local, unas antiguas Andanzas de Patoruzú, que sí me tientan mucho. Sobre todo una que no conocía, lo cual me resulta asombroso, ya que las conozco a todas. Cuando pago la cuenta, que suma ciento veinte pesos por dos insignificantes cafés, decido que voy a concretar el hurto, como compensación. Antes que vuelva mi mujer, en el momento en que corroboro que nadie me ve, escondo subrepticiamente la revista en la campera, apretándola con el brazo. La salida del bar es exitosa.
sábado, 12 de mayo de 2018
EMBROLLO
Cargar con tres bordeadoras al hombro no es cosa fácil. Llego extenuado al Banco Provincia, donde tengo que cortar el césped y lo encuentro cerrado. Pienso en dejarlas en el edificio del Correo, que se sitúa cruzando la calle, en diagonal, pero justo ofrecen un concierto de cámara, y encima se corta la luz. Resignado, me vuelvo. En la esquina de la farmacia de enfrente de la iglesia, están arreglando la vereda. Hay un cerco estrecho por el que apenas puedo transitar. Una señora con sus hijos dobla e intenta pasar al tiempo que yo, por lo que nos enredamos con los cables de las bordeadoras. La señora sigue de largo y el embrollo se agrava. Le digo de mala manera que se quede quieta, que yo me ocupo de desenredarlas. Voy haciéndolo con cada una y apoyándolas en la persiana cerrada de la farmacia. Cuando termino con la tercera y me dispongo a recoger las otras dos, compruebo que se robaron las máquinas. Sólo han dejado los caños con los cables. Grito "policía, policía!" y aparece un patrullero. Explico lo sucedido, y los canas empiezan a desarmar la bordeadora que quedó, en busca de huellas. Les recrimino que es absurdo, que si hay huellas, en todo caso las van a encontrar en los caños de las otras dos. Y que sería mejor que saliesen a buscar un tipo cargándolas. No me hacen caso y continúan con la tarea como si nada. Uno de los policías me interroga sobre cómo las había conseguido, si eran mías. Me indigno y le contesto que una vez más el sospechoso termina siendo la víctima.
sábado, 5 de mayo de 2018
Quieto, Kioto!!!
Salgo a caminar y una chica que va delante mío salta un accidente de terreno, que yo reputo demasiado peligroso para mis habilidades. Me cruzo con un profesor de gimnasia de Zárate, vecino de la infancia, al que pocas veces he vuelto a ver en mi vida, y me jacto con él de estar en forma. No se me ocurre preguntarle qué hacía en La Plata. Sin embargo, inmediatamente, yo sigo camino en Zárate, rumbo a la casa de mis suegros. Paso por un lugar lleno de perros, y un gato insistente logra que lo lleve a upa. Muy caprichoso el gato, de modo que cuando intento darlo vuelta, chilla. Entonces me canso y le grito: "Quieto!!!". Aparece una nenita llamada Kioto que me sigue varias cuadras. Llegado a un barrio chino, grito "Kioto!!!" y de un negocio sale la madre, que juntando las dos manos hacia arriba y haciendo genuflexiones avanza a buscarla.
sábado, 7 de abril de 2018
COPPOLA O BERGMAN?
Los detalles eran muchos, pero voy a limitarme a contar el hilo principal.
Salimos, al anochecer, con mi mujer, de un consultorio, en un barrio apartado de casa. Tenemos que hacer compras de supermercado y recuerdo que hay uno cerca. Llegamos a un negocito situado en la esquina de enfrente. Es del rubro, pero no me gusta y no es el que conocía, que calculo debe estar unas cuadras más adelante. Para que mi mujer no se canse propongo tomar un taxi. Aunque dudo que pasen por esa zona, enseguida aparece uno. Un señor atildado, con el que ya me había cruzado, lo para al tiempo que yo. Después del obligado vulevú entre caballeros, acordamos tomarlo juntos. El chofer pregunta la ruta. El señor atildado informa su destino. "Nosotros vamos más lejos", se me adelanta mi mujer. Comprendo que su plan es llegar directamente a casa. Convenimos entonces que el señor atildado bajará primero. En el trayecto, le comento a mi mujer sobre un libro de pintura que traíamos. Llega el momento en que el señor atildado desciende. Comienza a sacar unos billetes para pagar su parte del viaje, pero enseguida se arrepiente, y extrae de unos lienzos enrollados que carga, una pintura original. Me la entrega. Se trata de una monocromía semi abstracta, con sutiles toques matéricos. "Es suya?", le pregunto. Me lo confirma y añade: "Pasaron demasiadas cosas esta noche". Interpreto que se refiere a la coincidencia de los entrecruzamientos previos, a la charla que escuchó en el taxi, y que me está retribuyendo mi afición por la pintura. Acepto el obsequio sin decidir internamente si me gusta o no. "En todo caso -pienso- lo consultaré con mi mujer". El señor atildado me dice el nombre de la obra. Me lo repite. Me recomienda recordarlo.
Ahora, estoy en la duda si se llamaba "La conversación" o "El silencio".
martes, 13 de marzo de 2018
CAMBIO, CAMBIO...
Iba a cambiar dólares a un banco. No podía ubicar la ventanilla correspondiente. Salgo a un patio. Le pregunto a una señora rubia, que me ignora. Insisto, lo mismo. La termino cagando a puteadas.
Finalmente, la ventanilla estaba en ese patio. No me parece serio. Entrego 150 usd, y me dan el cambio en billetes con imágenes de Patoruzito e Isidorito. Una edición conmemorativa que trae de regalo almanaques de los personajes. Me cuesta contar los billetes, porque los hay de valores absurdos. 33 pesos, por ejemplo. Encuentro uno al que le falta un pedazo. Le pido al cajero que me lo cambie. Me trae dos que son antiguos billetes uruguayos con la imagen de una batalla. Nuevamente se lo hago notar. Me los reemplaza por un recorte de diario con Patoruzito e Isidorito. Ya la convicción que en ese banco me quieren cagar, es muy fuerte...
jueves, 15 de febrero de 2018
MENU
Ya no estaba -no está desde hace añares- la imprenta. Atravesaba el zaguán y parte de la casa de mi tía se había convertido en un bar. Quizá una cervecería artesanal, de tantas que infectan un país de desesperados "emprendimientos", como los parripollos de los noventa, pero con más glamour. Un pasillo en forma de ele, donde algunas parejitas jóvenes adoptaban inequívocas posturas sexuales. Nada demasiado explícito, sin embargo. Pasaba por al lado sin que me llamaran la atención, a lo sumo me provocaban un ligero desdén, un remoto resabio de puritanismo. Doblaba la ele y al final del corto tramo veía una puerta antigua, de doble hoja, cerrada, delante de la cual se situaba una mesa con las cartas del menú. Trasponía la mesa y un mozo intentaba detenerme con la pregunta amable de si buscaba el menú. Hacía como que no oía (tantas veces en mi vida utilicé ese recurso para transgredir límites que se me pretendían imponer), abría la puerta que daba hacia el patio de mi tía e ingresaba en su habitación. Allí, en la cama, estaba mi padre en una extraña posición. Doblado sobre sí mismo, con la cabeza casi tocando el piso y los brazos abiertos en cruz. Su espalda vencida era enorme, me impresionaba. Me evocaba a Cristo. Podía estar desmayado o muerto. Prefería pensar que simplemente dormía.
lunes, 5 de febrero de 2018
EL LUGAR EQUIVOCADO
No se cómo caía en un tour en Birmania. Un señor mayor se lamentaba de viajar siempre solo. Una señora mayor me mostraba la habitación del hotel donde paraba con su nieto pequeño. Estaba absolutamente despojada de muebles, cama, todo. Sólo alfombras. Se lo comentaba y me decía que la anterior era peor. Abría los ventanales y me mostraba, según ella, la lamentable forma de vida de los nativos. Yo no veía nada distinto a un barrio humilde del conurbano bonaerense. Se lo iba a decir, pero el cuarto se convertía de golpe en el colectivo del tour. El conductor, que iba a guardar el vehículo, había arrancado sin percatarse que yo estaba arriba. Hacemos varias cuadras, hasta que llega a entender que debo bajar. Ahora estoy perdido en serio, no se dónde queda el hotel ni cómo se llama. Camino sin rumbo. Encuentro una comiquería donde venden bande dessinée. La chica que atiende habla castellano. Le pregunto por Los Primos Dalton. A pesar de la lengua común, me pide que se lo escriba. Lo hago. Después quiere saber el color de la tapa. "Ah, qué se yo!", respondo fastidiado.
"A quién se le ocurre venir a comprar historietas a Birmania!", se queja con razon la piba.
viernes, 26 de enero de 2018
UNA MESA ES UNA MESA
Ibamos a un restaurante con un grupo numeroso de amigos. Cuando traían la gigantesca picada e iban a apoyar las fuentes, la mesa se desbalanceaba, a riesgo que se cayera todo. Buscába el defecto con los mozos y comprobábamos que la mesa poseía artilugios que la convertían en cama, estantes, sillón. Pero como mesa no servia.
jueves, 25 de enero de 2018
CASTIGO
El castigo era la muerte. Hay que decirlo sin eufemismos por más que el dictador afirmase que existía una vía de salvación. La broma macabra que había pergeñado para tranquilizar su conciencia, consistía en una prueba. El reo debía arrojarse cabeza abajo, con el cráneo cercenado. Si lograba encajar con la tapa de los sesos que estaba en el piso, sería amnistiado.
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