lunes, 22 de junio de 2020

CALESITA

Las casonas antiguas a diferencia de los asfixiantes sucuchos en que se vive ahora, convidaban aire por los cuatro costados.
En el amplio lateral derecho de este caserón en que me hallo se desarrolla un espectáculo mezcla de feria, teatro,  circo y ritual (el ritual se camufla mejor que la liturgia, que es cotidiana, pero está presente en casi todo).
¡Pasen y vean! ¡Pasen y vean!
Tuñón, Fellini y Karadagián por única vez juntos, en una función exclusiva para el selecto público del sueño.
El que monta el elefante, vestido de maharajá, es actor de radioteatro campero, me susurran.
Y no hacen falta los oficios del  adivino –hay un adivino acá- para sospechar que los colores de las sedas que visten malabaristas y escupidores de fuego,  se desgastaron expuestos al sol de los semáforos.
No quita que esa magnificencia impostada  me genere una fascinación hipnótica. 
En cambio, el hemiciclo donde se anuncia, a una hora exacta, el sacrificio del  Inca, me produce desconfianza.  Lo de eludir la tarima como escenario central para desarrollar la acción en las gradas está bien, pero los indios son muy de pacotilla, de corso de barrio. No concuerdan con sus pares de otros números, que siendo de condición tan miserable como éstos, sostienen con dignidad las fingidas majestades.
La hora fijada con pompa y circunstancia no se cumple y me distraigo en uno de los tenderetes de alrededores donde un hábil artesano está tallando un muñeco de madera.
Tardo un momento en darme cuenta de que el muñeco es Pinocho y que el artesano está caracterizado como un viejito de barba blanca.
¡Cuántas culturas y civilizaciones y épocas en pocos metros! ¡Cuánto artilugio! ¡Evidente  y entrañable  como la nariz de Pinocho!
La distracción hace que me pierda el inicio de la ejecución.  El acuchillamiento, al son de tamboriles, del indio con más plumas, me parece grotesco. Sin embargo, una mujer sentada cerca de la escena, presa del horror, estira y repliega sus piernas de forma epiléptica con cada puñalada que le asestan al Inca.
Hay público para todo, reflexiono.
Nunca deja de asombrarme el hecho que cada espectáculo tenga su espectador. Por eso es que trato de esquivar la crítica a colegas, no se puede denostar lo que otro aplaude. Tampoco lo que es objeto unánime de repudio porque sería hacer leña del árbol caído. Y en caso de estar en desacuerdo con el juicio condenatorio, defenderlo también implicaría remar contra la corriente (para usar dos figuras que todo el mundo acepta como válidas).
Pasando el hemiciclo comienza  lo que sería la parte de atrás del caserón. Un patio embaldosado con algunos árboles -quizá el ciruelo de la casa de mis tíos entre ellos- cercados por piedras. 
No hay aquí entretenimientos de feria, sino varias mesas de chapa oxidada, redondas, de jardín, rebosantes de platos con carne, chorizos, morcillas, todo cortado en fetas, junto a canastitas de pan. No se observan comensales, sin embargo.
Me asquea un poco ese menú, hace un par de días comí asado y el asado es muy rico, pero no repetido en forma seguida. Recuerdo una gira teatral, donde veníamos de pizza y pasta, y llegados a una ciudad grande la producción nos llevó a una parrilla, lo que generó la aprobación unánime del elenco. Debimos quedarnos varios días en esa ciudad. Volvían a llevarnos una y otra vez a la misma parrilla hasta que estalló la rebelión y debieron cambiar de menú.
Así que prefiero servirme de tomar. No existe mucha posibilidad de elección en ese aspecto, sólo gaseosas de segundas marcas. Me decido por una tónica que al menos está fría.
No bien me acabo de llenar el vaso plástico, se me acerca un tipo con delantal grasiento, asemejando un mozo, que me instruye acerca de que la comida no está incluida en la entrada. Le explico que no voy a comer, sólo a beber. Insiste en que asado y bebida es un combo  por trescientos pesos. Accedo a darle cien, que agarra quejoso. Cuando se aleja, me hago un choripán para vengarme, y salgo mordisqueándolo sin ganas por el costado izquierdo de la casona, estrecho a diferencia del otro, y donde sólo lucen macetones con plantas secas.
Llego al frente y experimento una epifanía. Estoy de nuevo en el Castillo, que así llamábamos al establecimiento donde hice los últimos dos años de la secundaria, elevado frente a las barrancas de Zárate, muy por encima del nivel de la vereda. 
Y digo de nuevo no por los lejanos tiempos de mi adolescencia, sino porque hace muy poco lo recordaba en detalle, hasta llegué a buscarlo en internet  y lo hallé, prácticamente intacto, con sus dos escaleras laterales de acceso a la explanada que precede al pórtico principal, situado más arriba aún, con gradas concéntricas que conducen a él. Y en esa explanada, en la que me encuentro ahora, y en la que me encontraba hace casi cincuenta años, mirando hacia la barranca, junto a mi novia de entonces, a la que tomaba del hombro, charlando vaya a saber de qué sueños de vigilia que luego no se concretaron o sí, pero de una forma que nunca podíamos llegar a imaginar, charla que vino a interrumpir el grito ("¡Señor!") de una profesora, ubicada en lo alto, en el pórtico mismo,  acababa de salir del colegio y nos vio de espaldas, lo entendí  cuando giré hacia ella y me preguntó retóricamente si me parecía ése un comportamiento adecuado dentro de la sacrosanta institución.
-¿Y a usted qué mierda le importa?- obtuvo por respuesta.
-¡Venga acá de inmediato!- me ordenó furiosa.
-¡No voy una mierda! – repliqué dos veces, porque a la primera sucedió otra orden más imperiosa.
La ira acreció con su menoscabada autoridad y giró hacia el interior del edificio, o sea volvió a ingresar, a velocidad de actriz de película de los '50 (no estábamos tan lejos, apenas veinte años), revoleando pollera (vestía pollera, sí), supongo con rumbo directo al rectorado, porque después tuve que ir allí a rendir cuentas de mi conducta, y si zafé de la expulsión fue por la empatía que cultivaba con el vice rector, un pintor, artista antes que burócrata educativo, a quién para exculparme le disparé la barbaridad de "¡señor, ni que me hubiesen sorprendido  introduciendo el miembro en la boca de mi novia!", la cual le hizo gracia al punto de no poder contener la risa. 
Me encuentro en esa misma explanada, decía, pero  transformada  en un chiquero, un lodazal que debo atravesar rumbo a la salida, con cuidado de no resbalar y de no molestar a los chanchos que tengo entendido son bravos cuando se enojan, como aquella profesora santurrona, solterona, frígida seguramente, que convirtió algo hermoso en una porquería.
Vencidas las dificultades, accedo al nivel de la calle y una señora que pasa y no conozco y provoca que la siga con la mirada, me lleva a su mismo rumbo con un destino que se avizora como de costanera –no la de Zárate- con edificios llamativos por su vetusto pintoresquismo. Se diría la Boca, el museo de Quinquela, el teatro de la Ribera, Caminito... pero no exactamente, un aire a eso.
Le doy conversación a la señora -muy elegante, más joven que yo,  aunque rozando la cincuentena calculo, atractiva por si no se cayó en la cuenta-, y la acepta gustosa. Caminando a la par, recorriendo, hemos entrado en una cierta confianza,  y en la charla, no sé cómo, aparece La Plata y la mención de ella a un conocido abogado de la ciudad que es su amigo, me dice, y  con el que yo trabajé durante  largo período, en un sucesorio viciado de nulidad respecto al acervo hereditario,  consistente en campos que tuve a mi cargo en calidad de administrador... iba a comentárselo, asombrado de la coincidencia, cuando acontece la segunda epifanía.
Tiíovivo, carrusel, calesita. No feria de atracciones.
Una ronda por mi vida, por mis elecciones estéticas, por lo que quisieron cobrarme de más, por lo que era puro y se ensució, por torpes mascaradas teatrales y de las otras, por ataques y defensas, triunfos y fracasos, desde la temprana adolescencia hasta el día de hoy, todo en uno, todo integrado en mí mismo, un sólo tiempo, un sólo ser, el que fui y sigo siendo, por fin reconciliado en la unidad, por fin saldadas las cuentas con el pasado, por fin en paz. 
Esa paz de los vivos, que es la paz a tiempo.

sábado, 20 de junio de 2020

CUARENTENA (X): CONTAGIO

Tan trivial y feroz como lugar común resulta, que cualquier intento de disimularlo revelaría de inmediato la impostura. Por lo que no queda otra que escupirlo de una, sin respirar ni ahorrar saliva, a la cuenta de tres... no le tengo miedo a la muerte sino al sufrimiento.
Cualquier hijo de vecino que se pretenda avispado retrucará que es lo  que dicen justamente quienes temen a la muerte.
Me interesa tan poco la opinión de los hijos de vecinos...
Sé muy bien todo lo que he coqueteado con esa señora. Y cómo ahora, que anda rondando mi puerta, la ignoro histéricamente.
No así al sufrimiento.  Altri tempi, cuando se disparaba la frase, el sufrimiento tenía categoría de abstracción, podía venir de cualquier parte, presentarse bajo cualquier forma. Ahora cobró carnadura merced a la pornográfica fruición con que lo describen los diarios. Un sufrimiento concreto de asfixia boca abajo en una cama de hospital con suerte, lejos de todos y todo lo entrañable,  de lo que es tuyo, de aquellos y aquello en los que sos, te reconoces.
Como una femme fatale, demasiado sacrificio de otros amores pide la muerte para entregarse a mis brazos. Que se vaya a cagar. Me cuido bien de no encontrármela en estos momentos. Ya habrá oportunidad, si baja sus exigencias, de volver al juego de seducción.
No piensan así estos viejos, en este pueblucho de provincia, en esta cola de banco,  donde se arrojan mutuamente, a centímetros unos de otros, con toda premeditación y alevosía, sus pútridos alientos a la cara, a semejanza de un juego, aquellos  de pibes, el de quién mea más lejos o se tira el pedo más estruendoso.
Los observo de lejos, estoy en la misma cola. Obligado. No sé qué le dio a mi mujer por pedir el saldo de la cuenta por ventanilla, tal como se hacía en el siglo pasado. Dice que peregrinó por varios cajeros automáticos, y estaban rotos. "¿Fuera de servicio?"- intento aclarar. "Rotos"- repite con contundencia irrefutable. No me convence. Su padre era empleado bancario, y sospecho que juega en ella la nostalgia por épocas fenecidas.
Me pone muy nervioso entrar al edificio de arquitectura monumental, de los que imponen respeto, no esos aguantaderos de plata de ahora, de modo que la espero en la puerta. 
Regresa sin el saldo, vaya a saber por qué. No me lo explica o lo hace confusamente. Cruzamos a una plaza que bien podría ser la de Zárate, mi ciudad natal.  Le pido que me espere allí, que voy a probar en otros cajeros automáticos. Pero me retiene, porque justo cuando se lo estoy diciendo divisa a una amiga que me quiere presentar.
La veo yo también, saludando con efusión de lejos, con perturbadores pechos que se agitan por la premura en acercarse y con una panza que indica preñez.
En los vulevú de la presentación cometo la torpeza de mencionar su estado. "Todos engordamos en cuarentena", me replica, mirándome fijo a los ojos, como si quisiese engullirme.
Recién ahí caigo en la cuenta de quién se trata...

sábado, 13 de junio de 2020

CUARENTENA (IX): CONTRARIANDO A SHAKESPEARE

Quizá me esté volviendo conservador, dicen que con los años eso sucede. Yo mismo lo notaba de joven en gente grande, personas que tomaba como referentes en lo artístico, no cualquiera,  y me preguntaba ¿cómo puede ser que un tipo sensible, talentoso, inteligente, piense así? Y ahora resulta que me pasa a mí, que no puedo entender cómo ese señor gordo viste de idéntica forma que lo haría en el patio de su casa, y no estamos en el patio de su casa, de ninguna manera.
El señor gordo es el ideal de un dibujante cómico costumbrista de los de antes: camiseta musculosa  con agujero que deja entrever los vellos de su enorme panza, piyama a rayas con manchas varias y trajinadas pantuflas. Marcha lo más campante entre un grupo de personas –apenas un poco más cuidadas que él- comentando a los gritos que este sábado  a la noche comerán de entrada un flor de fiambre alemán.
Otra inconducta más, porque sugiere que se reunirán en plena cuarentena. Y si no guardan distancia social ahora ni  llevan barbijo, menos se van a cuidar esta noche en la cena, descarto.
Para hacer honor a la verdad, no se trata sólo de ese pequeño grupo de amigos, es casi una multitud la que marcha amuchada y sin tapabocas, tal si saliesen en manada de una estación de tren, como ser Retiro. Pero no, Retiro no, porque precisamente lo que yo estoy buscando es Retiro.  Lo cual daría para otro nivel de interpretación (¿qué tipo de retiro puedo buscar yo, si vivo retirado, ni el mundo me necesita a mí, ni yo necesito del mundo...?), pero no es momento para  detenerme en elucubraciones de ese tenor, ya que el análisis del sueño dentro del sueño, constituiría asimismo materia de análisis en la vigilia.
Lo lógico sería marchar en igual sentido que la muchedumbre, pero por un lado significaría ir a un contagio seguro, y por el otro, como dije,  es probable que bajasen de un convoy, por lo que debería enfilar en dirección  contraria. 
Ni pensar en preguntar, al contestar me escupen micronésimas gotitas de saliva y también soy hombre muerto.
Decido la contramarcha, más por seguridad que por certeza. Avizoro al frente lo que parece ser el fin de la urbanización, con túneles y autopistas. Y a mi derecha un barrio pobre... Una villa, pongámoslo en el término usual, que bien podría ser la 31, cercana a Retiro. Se abre una callecita en la que veo perros y carros de cartoneros. Dudo si tomar ese rumbo, pero una señora se encamina para ahí, lo que me da confianza. La sigo. Rápidamente cambio de parecer, porque la señora entra en una casa situada al inicio de la villa.
Me queda ese fin de la civilización en el que se abren tres pasajes bajo nivel. Al igual que en los cuentos antiguos  y en las obras de Shakespeare, me veo obligado a escoger.  Si fuese a guiarme por El Mercader de Venecia la opción correcta sería el túnel que parece abandonado. Ni loco me meto ahí. El segundo es claramente vehicular. El tercero luce lleno de carteles luminosos, tipo entrada de galería o de cine. Opto entonces por el cofre de oro, a sabiendas que puede resultar engañoso.
Por el contrario, en un principio supera mis expectativas. Se trata de una boca de subte. Digo en un principio porque no tarda en acaecer el desencanto y el retorno a la desorientación. En un muro, un mapa digital muy completo exhibe con todo detalle, haciendo zoom periódicamente, estaciones, calles y avenidas que las atraviesan. No reconozco nada. Ni línea, ni estaciones, ni terminales,  ni calles ni avenidas ni nada. Extrañísimo, porque me sé de memoria la red de subtes de Capital.
Milagrosamente diviso apoyado en una pared, entre la multitud desaprensiva que ingresa al andén, a un señor con barbijo. Un señor dignamente vestido, no como el gordo de la camiseta. Quizá su traje  esté un poco gastado, propio de clase media empobrecida. Pero limpio, prolijo.  
A medida que me acerco para consultarlo, noto sus ojos enrojecidos, su transpiración, el rostro ardiente, como si tuviese fiebre. Tose detrás del barbijo. Sostiene un cartel hecho a mano: "Por 20 pesos, le cuento cómo me contagié". 
No tiene suerte en la empresa, nadie parece querer escuchar el relato. 
Yo tampoco. 



miércoles, 10 de junio de 2020

EMULANDO A COLUMBO

Todavía no me explico por qué no accedí a venderle  ese ejemplar que incluso tenia repetido y sacarme así, de una buena vez, al tipo de encima en lugar de enredarme en una discusión fastidiosa e interminable, que incluso llegó a tener por momentos visos de peligrosidad.
Yo había dejado la bicicleta apoyada en la esquina con una pila de revistas en el portaequipaje, o como se llame el cosito ése de atrás que tiene una especie de agarradera con resorte que sostiene lo que pongas ahí. Supongo un adminículo absolutamente identificable para cualquier ciclista, no para mí, que no lo soy.
El tipo debe haber pensado que yo era un canillita ambulante, de los que antes había, ahora no veo más... o el mismo diariero del barrio, que previa apertura del puesto, muy temprano, hacía el reparto, revoleando por encima de tapiales bajos diarios y revistas  que caían en  vistosos jardincitos. Convenientemente enrollados, eso sí, para que no se descuajeringasen si iban a parar contra algún objeto duro, un enano de piedra, pongámosle. Pero claro... ¿quién se abona a un diario hoy en día? Ni hablemos de revistas, que prácticamente no existen.
Por eso al tipo le debe haber llamado la atención la pila y se puso a revisarla, que yo ni cuenta me di, ocupado como estaba en resolver el secuestro.
Lo primero que pedí fue el celular de la víctima, que se encontraba dentro de una carterita. Un celular antiguo, raro para una chica, la muchachada quiere tener la última tecnología, por más que se empeñe hasta el caracú.
Un buen detective, me dije, empieza siempre por las últimas llamadas. Pero o yo no entendía el aparato, o era tan arcaico que no guardaba registros.
Les pregunté entonces a las compañeras de colegio si podían identificar entre los contactos a la mejor amiga.
"Yo soy la mejor amiga", saltó una  y las otras asintieron.
"... Hace semanas que no la veo", agregó la chica para mi desconcierto.
Fue ahí, en ese justo momento -un momento crucial-, que aparté la vista del grupo, rascándome la cabeza, como hacía Columbo cuando estaba cavilando, generalmente antes de una revelación trascendental, que en mi caso ni miras de asomar... fue ahí, digo, cuando reparé en el tipo que se me acercó con una Skorpio en la mano,  preguntando cuánto costaba.
Creo que lo que más me molestó de la irrupción fue el contraste entre la jerarquía de  la labor detectivesca y la banalidad de querer negociar una revista de historietas. Por eso me negué persistentemente, despectivo hacia la oferta y hacia el tipo mismo, haciéndole entender que su conducta estaba fuera de lugar, que interfería en un asunto importante. 
El tipo me recriminaba que para qué las ponía en venta, si después no las quería vender. Yo le respondía que no las quería vender. "¡Es justamente lo que le estoy diciendo!", me retrucaba el tipo. Y así de equívoco en equívoco. Más que entender, se cansó de la situación creo, y me revoleó la Skorpio a lo diariero, pero sin enrollar, de manera que se descuajeringó bastante y perdió valor de colección, una razón más para arrepentirme de no habérsela vendido, en lugar de ponerme a discutir.
El episodio me perturbó lo suficiente como para obligarme a tomar un respiro. El grupo de chicas, que se había quedado a presenciar la discusión, esperaba ahora una revelación de mi parte. Sentía su presión, las miradas, como si estuviesen a un tris de descreer  de mi competencia para resolver el caso. Decidí tomar el toro por las astas.
"Vaciemos la cartera, a ver qué encontramos", dije innecesariamente mientras ejecutaba la acción. Como resulta esperable en  toda cartera femenina salió a relucir infinidad de objetos. Entre lo que cayó al piso me llamó la atención de inmediato un puñado de billetes en moneda extranjera, ni euros ni dólares, ni nada que identificase al país de emisión, ni siquiera podía reconocer el idioma. 
Pero lo realmente prodigioso consistió en que la imagen impresa en los billetes era la del tipo que quería comprarme la Skorpio.

miércoles, 3 de junio de 2020

RECLAMO

Una clienta del Estudio Jurídico me reprocha que en la redacción de un acuerdo familiar, no se le dio relevancia a todo lo que ella hizo durante décadas por sus parientes. Le replico que se trata de un convenio, no de una novela. Y le informo que aparte de dedicarme al Derecho, soy escritor y puedo armarle una. Pero que es otro precio.