martes, 17 de mayo de 2016

LA MISION

Aunque lo intenté varias veces,  me rondaba la sensación que sabría cuál iba a ser el momento justo en que debería retomar la historia inconclusa de cuando Tío Emilio me revoleó el bastón. Y que sería el sueño el que me lo indicara.
Pocos deben recordar entre mis compañeros de primaria la rifa que organizamos en quinto o sexto grado, para costear un viaje o algo así.
Que yo, casi cincuenta años después, lo siga teniendo presente, se debe no sólo a haber sido su principal factótum, sino a que constituyó el  motivo por el cual Tío Emilio me revoleara el bastón.
Todo empezó cuando un hábil vendedor callejero golpeó la puerta de Avellaneda 126, y logró convencer a mi tía Lola que necesitaba una batería de cocina nueva, a adquirir en cómodas cuotas mensuales.
Justo en esa casa, donde cada día de sus existencias mis tíos comían un único menú, elaborado de la misma forma y en los mismos utensillos: Tío Felipe, fideos nadando en aceite; Tío Ramón, bife de lomo con puré; Tío Emilio, sopa de verduras (ocasionalmente carne, pero cortada  como si fuese picadillo, porque no tenía dentadura). Cualquier alteración de ese ritual hubiese sonado a sacrilegio. De modo que ollas, sartenes, cacerolas, jarros y otros enseres de flamante acero inoxidable, terminaron confinados al aparador del pasillo, donde se guardaban los objetos que no se usaban, mientras que en el de la cocina resistían triunfales los viejos cacharros de toda la vida.
Mi tía Lola se lamentaba dos por tres del error cometido -que mi tío Emilio no dejaba de machacarle, aún cuando el pagador de las cuotas era Tío Ramón- y esbozaba vagamente la idea de vender algún día la batería arrumbada.
También debería aclarar -antes de entrar de lleno en la anécdota de la rifa y el amago de bastonazo- que yo tenía otra tía: Lucía. La única de los hermanos que no vivía en la casa natal. En los anales ocultos de la historia de la familia se consigna que fue exonerada de la misma por mi abuelo, al enterarse que había quedado embarazada de soltera. No obstante haberse casado con el padre de la criatura,  y mudado muy cerca de Avellaneda 126, apenas dando vuelta la esquina y cruzando, el anatema lanzado por don Coradino Meo, perduró por todo el término de su existencia (la de mi abuelo, digo). El marido de mi tía, que reparó honrosamente el desliz, se llamaba Homero y portaba apellido de origen francés. Tan grandote como buenazo, su oficio era el de imprentero, y tenía instalado el local, con esas máquinas de enormes rodillos y palancas, delante del caserón que habitaba con mi tía y mis primas.
Anoche, me visitó Tía Lucía y me encargó la misión de averiguar en qué condiciones se hallaba ése, su domicilio de antaño, en la calle Gral. Paz, entre Andrade y Avellaneda, de la ciudad de Zárate.
Mientras buscaba la dirección (se había corrido hacia la esquina de Andrade, cuando antes estaba casi llegando a Avellaneda), caí en la cuenta que una llave guardada durante años en mi llavero, sin saber qué puerta abriría, y que más de una vez estuve a punto de tirar, correspondía precisamente a esa casa.
No tuve oportunidad de usarla.
La casona se encontraba abierta y en la vereda se exhibían viejos muebles, como si los hubiesen puesto a  la venta. Entré.
Por donde uno mirara había sillones desvencijados, pero alguna silla de noble carpintería aún aparentaba buen estado. Pensé que todo aquello era de patrimonio familiar y que ahora estaba siendo usurpado, junto con la finca.
No resultó tan así.
En uno de los cuartos que daban al patio se agrupaban personas en torno a objetos de colección de todo tipo, que inmediatamente atrajeron mi atención.
Pregunté si el evento era privado o público, si las cosas estaban a la venta o sólo en exhibición. Me invitaron muy amablemente a pasar, y me advirtieron que allí no pagaría ni de más ni de menos, sólo lo justo.
Elucubré que mi faz de coleccionista me permitiría averiguar sin despertar sospechas en qué manos recaía actualmente la propiedad. Pero cuando me preguntaron el interés por el cual estaba allí, confesé  de inmediato -resulta insólito, sí- que se trataba de la casa.
Mi interlocutor se alteró por la respuesta. Me acusó de fingirme coleccionista para indagarlos bajo ese disfraz, y estuvo a punto de agarrarme de la solapa.
Le expliqué que era un coleccionista auténtico, que además quería saber quiénes eran los actuales moradores.
Se presenta entonces una señora de buen aspecto, educada, que me lleva tomándome del brazo al patio y me empieza a narrar la odisea sufrida en su carácter de vendedora de antigüedades. Su negocio venía de mal en peor, y estaban a punto de desalojarla del local que alquilaba, cuando un cadete a su servicio, de apellido -o apodo- Capión, le comenta de esa casa, que parecía abandonada.
Me menciona el nombre del cadete en el preciso y coincidente instante en que yo calculaba si habría o no iniciado una acción de usucapión sobre la finca.
También en simultáneo advierto varias pilas de viejas revistas de historietas en el piso, que me hacen dudar entre cumplir el mandato de mi tía o ceder a la tentación del coleccionista. Empezaba a ver con buenos ojos a esa gente.
Para colmo, del otro extremo del patio, un hombre alto, canoso, fornido, de aspecto bonachón, más o menos de mi edad, opina en ese momento: “Mi abuelo estaría orgulloso del destino que se le ha dado a su casa”.
De inmediato comprendo que se trata de mi primo, el hijo de Homero, el imprentero, mi tío político. Aunque de su matrimonio con mi tía Lucía sólo hubo progenie femenina, igual lo legitimo internamente como pariente y me acerco a darle la mano, emocionado. Y me dispongo a presentarme...
Pero retomo la historia de la rifa... Cuando se planteó en el grado la idea, yo aporté dos elementos fundamentales para su concreción: un premio fabuloso y la impresión de los talonarios.
Negocié, como ya  seguramente asociaron, con mi Tía Lola y mi Tío Homero, precios convenientes para que nos quedase suficiente ganancia, y el proyecto se puso en marcha. A medida que las rifas se iban vendiendo fuimos cancelando los costos. Y realizado el sorteo y conocido el ganador, llegó el día de entregar el premio.
Lo que pasó en el momento en que, con algún compañero de colegio, fuimos a retirar las cajas -todavía originales- que contenían la batería de cocina, todavía hoy, casi cincuenta años más tarde, me resulta difícil de explicar.
Es posible que mi Tía Lola se haya estado quejando en persistente sordina, como solía hacer con el único que la escuchaba, mi Tío Emilio, del precio en que terminó negociando los utensilios. Pero aún así, habiendo sido Tío Ramón -como ya dije- quien se ocupó de pagar y quien dio el visto bueno para la venta, no se explica cómo Emilio, ese anciano bajito y gruñón, pero el mejor de mis tíos, sin lugar a dudas, se tomó tan a pecho la custodia del aparador del pasillo, enfrentándonos, blandiendo el bastón amenazante, para tratar de impedir que accediésemos a las cajas.
Que haya fracasado en la misión que se propuso no honra al pibito que frustró el intento. Tampoco me honra que de adulto, casi viejo, no cumpliese anoche el mandato de mi tía, de cuidar su casa. No me avergüenzan, sin embargo, ninguno de los dos episodios. Tienen un mismo sabor de ambigüedad. De no poder, no saber determinar muy bien, de qué lado está la razón.


martes, 10 de mayo de 2016

Pobres sueños


"Si un ciudadano, pudiendo soñar que hereda trescientos millones; imagina que hereda treinta mil pesos, merece que lo fusilen por la espalda", le hace decir Arlt a Rocambole (un personaje que no le pertenecía) en Trescientos Millones.

Acabo de soñar que me regalaban un sánguche de ensalada de fruta.


lunes, 9 de mayo de 2016

Un modelo de barrio, allá en Pompeya...

Tomemos cualquier tango de los cientos que hablan de la nostalgia del barrio.
Tinta Roja, por ejemplo.
El título refiere metafóricamente a una pared de ladrillos. Y habla del buzón del mismo color, y del vino -rojo también- que tomaba el tano, y de la sangre. 
Una estampa colorida de un barrio que ya no existía en los '40, cuando se estrenó el tema,
Sin embargo yo, que nací a fines de los '50, he vislumbrado aquello de lo que habla.
Cuando desaparezca mi generación, entonces, definitivamente, será de comprensión de unos pocos exégetas, que incluso tergiversarán gran parte de los sentidos.
Hasta el olvido o la impostura absoluta.
De eso se trata, ni mas ni menos, la existencia.