lunes, 20 de julio de 2020

LA HABANA MATA RAVAL

El charlatán de feria mencionaba a Estela Raval, y en consecuencia la escena bien podía hallarse situada en El Raval de Barcelona, barrio que tanto me gusta. Aunque tenía más pinta de ser una placita de La Habana Vieja tan típicamente rodeada de magníficos y casi derruidos caserones.  Además estaba el dato de la gente que pululaba por la plaza y se paraba en las puertas de las construcciones. O se sentaba en los balcones, como las contundentes morenas de edad madura que divisaba enfrente. 
Pero enseguida vuelvo a ellas, no quiero anticiparme, debo quedarme un momento con el charlatán de feria que ofrecía un celular de 1946. Había pertenecido a Estela Raval, una de las primeras artistas de la canción que usó celular, pregonaba el charlatán.
Un joven se detuvo a escucharlo. Intercambió con él un par de palabras musitadas. Cuando ya me preguntaba cómo podía haber incautos que sucumbiesen a semejantes patrañas, ambos personajes  se apartaron a un lugar más discreto a conversar.
Mi interpretación mutó de golpe. Comprendía ahora que lo que el charlatán y el muchacho se disponían a negociar no tenía que ver con la telefonía celular, sino con otro tipo de asuntos. La inocencia pasaba a ser mía.
Me desentendí de ellos y crucé la plaza. Fue entonces que reparé en que una de las morenazas del balcón, teñida de rubio, sostenía en su mano un revólver.
Por la actitud de quienes la rodeaban, no parecía existir peligro. Por la forma displicente en que manejaba el arma, tampoco. Ora apuntaba  con ella a una criatura en son de fingida amenaza, ora reforzaba sus dichos dirigiéndola a sus interlocutoras, sin que nadie, en ningún caso, se inmutara.
Supuse que podía tratarse de un revólver de juguete,  pero  a medida que avanzaba se veía muy real.  Por las dudas, me cuidaba de no ser un posible blanco.
En la vereda, debajo del balcón también se había formado un corrillo de mujeres que capturó por un momento mi atención.
Cuando volví a levantar la mirada, la falsa rubia había apoyado la mano del revólver en la baranda.  Pensé que ya no debía cuidarme de estar a tiro, pero de inmediato reparé en que sí lo estaba una de las mujeres del  corrillo. Acto seguido oí el disparo y vi a la de la vereda derrumbarse.  La bala le había entrado por el centro del cráneo.  
Vuelvo la vista arriba y la del revólver  empezaba a  tomar conciencia de lo sucedido. Pero su rostro reflejaba  la expresión de alguien que rompió sin querer un vaso.  Apenas eso. Muy lejos del horror de haber matado accidentalmente, por torpeza, por negligencia, a una persona. 
La oí decir: "Debo ir a tender la ropa". Dio media vuelta y desapareció del balcón.

sábado, 11 de julio de 2020

IRSE

No es cierto que se muere solo. Siempre va a morir con uno el último recuerdo sobre la tierra de alguna persona. O al menos, de algún momento de ella. Seguramente me llevaré conmigo a mi abuelo, en Gualeguaychú, saludándome desde la canoa. O el gesto de mi papá, que estaba en cama cuando le dije que había muerto el tío Ramón, y se tapó el rostro con la sábana. O a mamá, un día de invierno, sentada en el mismo sillón que tengo ahora en el living, angustiada y aburrida, pero no queriendo salir a la calle porque había dado parte de enferma en el trabajo. Espero no olvidarme para entonces, espero que me acompañen, partir con ellos.

ANACRONISMOS

Una persona que fue importante en un momento de mi vida y a la que dejé de frecuentar hace décadas, me pide un cigarrillo. La primera curiosidad es que esa persona no fumaba. Le contesto que dejé el cigarrillo, que ahora fumo en pipa. Lo cual es rigurosamente cierto y se corresponde a mi presente. Pero el lugar del pedido es el de un pasado remoto. El sueño se ríe del tiempo.


viernes, 3 de julio de 2020

REVANCHAS DEL SUEÑO

Una persona francamente desagradable. Siempre y cuando, claro está, a uno no le agrade el trato descortés, chabacano, vulgar, grosero, irrespetuoso, tosco, basto... ordinario, en resumen. Aunque debería decir "deliberadamente" ordinario. 
Al  menos  conmigo era deliberado, no sé con otra gente. Y me adelanto a admitir que yo también tengo mis cosas cuando no me cae bien alguien. Pero nunca de entrada, jamás de movida, siempre doy una chance, me muestro amable, educado, por lo menos hasta que me den motivos.  Esta actriz no.
El caso es que yo estaba en un teatro. No un gran teatro. Un teatro para algo menos de cien espectadores, calculo. Plantado al aire libre, el escenario consistía en una tarima sin caja, con platea de gradas frontales. Siendo de los primeros en acomodarme, había podido sentarme en la parte más alta, la de mejor visibilidad. Muy de a poco iba llegando público, que subía y elegía discretamente la ubicación. Gozaba de ese momento de sosegada expectativa previo al  espectáculo,  cuando vi aparecer por un costado de la tarima su cuerpo enorme y bamboleante. Arrastraba con estrépito  la mochila de viaje con ruedas que yo le había prestado. Venía acompañada de su acólita, otra actriz con la que supe trabajar satisfactoriamente. Ahora se desempeñaba como asistente full time del engendro. La irrupción, de por sí, logró alterar el ambiente. Varios dirigieron la atención hacia la recién llegada. Era lo que siempre buscaba y lograba. Imposible no notar su ingreso en cualquier parte.
Ella a su vez me registró de inmediato, y desde abajo, a los gritos, me reclamó que la mochila prestada por mí hacía demasiado ruido al ser transportada con las rueditas.
Me puse de pié, con toda dignidad, y proyectando la voz, pero con un tono neutro, despojado de cualquier animosidad, le repliqué: "Si no te sirve, devolvémela".
A continuación bajé hasta donde estaba y le saqué la mochila de la mano.
Volví a mi asiento con la mochila sabiendo que la había dejado desconcertada y furiosa, porque la necesitaba y mucho.
El actor, en cambio, era todo lo contrario a esta guaranga. Un tipo amable, atento, discreto.  No llegaba a ser fino, porque  primaba en él un aire de tano rotundo, que le proporcionaba  cierto éxito con las señoras, sobre todo maduras. Éxito del cual sabía sacar provecho.
No puedo afirmar que fuese un vividor,  pero otros aspectos de su personalidad lo hacían sospechar. Por ejemplo, llegados a un bar en alguna gira, alegaba haberse olvidado la billetera, pidiéndome que pague por él, y posponiendo el arreglo de cuentas para una oportunidad inmediata que nunca llegaba. Al principio le concedí el beneficio de la duda, atribuyéndolo  a su falta de memoria. Me parecía chocante reclamarle la deuda. A la tercera vez que lo hizo, me liberé de escrúpulos  y no tuvo más remedio que acordarse dónde había dejado  la billetera.
No sé qué sucedió  antes, es posible que acabásemos de hacer función. Recuerdo que venía detrás de mí, por los pasillos de camarines. Intuía que estaba por pegarme un mangazo. Yo había ido desarrollando, de forma inconsciente, con el tiempo de trato, el conocimiento de sus tácticas aproximativas. 
El pasillo era largo, con muchas puertas. Yo aceleraba la marcha y él imitaba mi ritmo, continuando su conversación banal y tranquila, a la que contestaba con monosílabos.
Cuando llegué a mi camarín y abrí, vi a mi mujer sentada frente al espejo. No esperaba encontrarla  en ese lugar. Pretexté el tener que resolver un asunto con ella para terminar con la persecución.  Mi compañero intentó entrar para saludarla. Fui taxativo: "nos despedimos acá", le dije mientras le cerraba la puerta en la cara. 
Lo que fuese que en aquél momento tuviera en mente pedir prestado, en el caso de acceder, por más que se lo reclamara, seguro no me lo iba a  devolver nunca.