lunes, 28 de marzo de 2016

PONELE


Entra una piba a un juzgado, con aspecto de entrar por primera vez a un juzgado. El que atiende la mesa de entradas le pregunta qué necesita. Ella, evidentemente instruida al respecto, cita el nombre del actor o del causante, no se sabe. Aclara -evidentemente instruida al respecto- que el apellido es con "c". El muchacho de la mesa, al haberle citado una sola persona (en los juicios contradictorios se pide siempre "X con Z") le pregunta si se trata de una sucesión (que lleva en la caratula un único nombre, el del causante). A la chica se le acaba el libreto, y vacila un segundo. Me fijo el papel que lleva en la mano, y advierto que la materia es escrituración. Cuando voy a meterme a colaborar, la piba ya está respondiendo, con una semi sonrisa irónica: "ponéle".
Hasta hoy, el modismo "ponéle", tan usado por los jóvenes, me sonaba como significado a "no lo había pensado, pero estoy de acuerdo, apoyo lo que me decís".
A través de esta piba, vislumbré una variante de la acepción, que podría formularse de la siguiente manera:

"No tengo la más puta idea de lo que me preguntás, pero si vos decís que es eso, será eso, no se... yo no me hago cargo en todo caso".
No resulta maravilloso que con una sola palabra, se pueda decir tanto?


jueves, 24 de marzo de 2016

PASCUA


Esta madrugada, entre las tantas ráfagas incoherentes de la duermevela, apareció el recuerdo de una Pascua, en la cual, enorme diccionario de francés en mano, me aboqué a traducir Barrabás. Fui al tomo para corroborar la fecha y sí, pasaron casi cuarenta años. Cada vez que compraba un libro, acostumbraba firmar y poner la fecha. Acá, en la primer página, aparece el '77. 
Un año para quedarse encerrado, sin duda. Nada bueno había afuera.
Ghelderode encara en esta pieza la Pasión, desde una óptica inquietante, lateral. El escenario donde transcurre son los bajos fondos de Jerusalem -aunque se intuya más la Flandes medieval a la que era tan afecto- y el protagonista no es Jesús -personaje casi silente en el drama- sino el ladrón bíblico del título.
La pregunta central que se hace el autor es si Barrabás no juega de forma involuntaria un rol fundamental para que se cumpla el plan de Dios. Si no resulta un engranaje necesario para que el Cristo hombre revele su naturaleza divina.
Me queda, apartando por supuesto la idea de predestinación, la reflexión -quizá el consuelo- de si ciertos acontecimientos nefastos no son sino el preludio del renacimiento.

martes, 15 de marzo de 2016

FUDIN HAMFURGES

Dos gemelos,  nietos de uno de los tantos experimentos llevados a cabo por el Dr. Mengele en Auschwitz, llevan al extremo el ideal de la pureza de la raza aria y se casan entre sí. Para eso emigran a la Argentina, con documentos falsos y se radican en la ciudad de La Plata (de todo esto nos enteramos después). Tienen una hijita hermosa, rubísima, de ojos celestícimos, que producto de lo degenerado de su estirpe apenas si sobrevive unos pocos años. Los suficientes para hacer el primer nivel  en un jardín de infantes, cercano a Plaza Rocha, pongámosle. La chiquita muere durante las vacaciones de verano. Sin embargo su madre, Frau Anke (anque no sabemos su nombre real, ese nombre le pondremos), reiniciado el ciclo lectivo, concurre cada tarde a pararse en la puerta del establecimiento educativo a esperar la salida de su pequeña Brígida (nombre que sí sabemos, pero que no es éste, no nos parece de buen gusto revelarlo). Frau Anke, cuando se produce el desbande diario de los niños, se retira tomando de la mano una criatura imaginaria, y preguntándole cómo le ha ido en la clase. Por supuesto, es el comentario de todas las madres, que conocen la historia y la compadecen. De todas, menos de una, por naturaleza antisocial, que no se relaciona nunca con las demás, y espera a su hijo rubísimo, de ojos celestícimos, enfrascada en la pantalla de su celular donde consulta su Facebook o chatea por whatsapp con sus amigas. Frau Anke posa sus ojos en ella. Decide que su pequeño hijo, rubísimo, de ojos celestícimos,  será un digno esposo para su Brígida. Resta saber si la madre despistada puede llegar a ser una consuegra apropiada. Se acerca un día a ella (le pondré Juliana a la otra madre, para también preservar su identidad) y comienza una charla banal que deriva en el tema comidas. Frau Anke se jacta de su budín hamburgués, y Juliana comenta un “qué rico” de cortesía.  Al otro día, Frau Anke se le aparece con un enorme trozo del pastel, que verdaderamente  era muy rico.  La simpatía de la teutona logra romper la distancia que habitualmente Juliana mantiene con las demás mamás del jardín e intercambian números de celular. Un  día, Juliana recibe la invitación para su nene al cumpleaños de Brígida. Decide aceptar, lo lleva hasta la dirección consignada y lo deja en las mismas manos de Frau Anke, que recibe al pequeño con afecto. Cuando regresa a su casa, su marido (pongámosle Pib) le pregunta dónde había estado. Juliana le responde. Pib, que muchas veces había suplido a Juliana en la tarea de llevar o retirar a su hijo del jardín, y que sí habla con las mamás de los compañeros, ya que a diferencia de Juliana es muy sociable, le responde que está equivocada, que no puede ser, que Brígida murió el verano pasado. Y que la pobre Frau Anke todas las tardes… Es el punto en que ambos comprenden el siniestro error cometido y salen a toda furia, a todo trueno, hacia la dirección del cumpleaños. Con el segundo timbrazo, aparece Frau Anke sonriente y asombrada, porque todafía no es la horra, perro pasen, pasen, así frueban mi fudín hamfurgés… Juliana y Pib, no bien ingresan, oyen el llanto de su pequeño hijo. Lo encuentran sentado a la mesa del comedor, mirando aterrado a su izquierda. El enorme fudín hamfurgés oculta el extremo de la mesa hacia donde dirige su mirada el nene. Pero detrás de la torta se ven asomar unas guedejas amarillentas. El aire está impregnado de un olor hediondo...

lunes, 7 de marzo de 2016

EL DIABLO (apuntes sobre el teatro)

En otra vida, cuando estudiaba dirección teatral, una de las alumnas del taller planteó que no sabía como personificar al diablo en una escena que estaba trabajando. Ninguna de las propuestas que se le hacían parecía conformarla. Entonces yo dije que le metiera cuernos, cola y tridente. El grupo me miró con ese tipo de mirada que me ha perseguido toda la vida, en la que el desconcierto inicial amenaza con desembocar en desprecio, ante la comprobación que no ironizo, sino que hablo en serio. Pero se equivocaban, porque hablaba en serio y se trataba de una ironía al mismo tiempo. El subtexto era: si no sabés como es tu diablo, pero no querés mostrarlo a la manera convencional, tu rebelión al convencionalismo se limita a un enojo con tu propia mediocridad. Y entonces, mostralo bien rojo, como lo mostraron pintores, escritores, dramaturgos, a lo largo de la historia del arte. Así, al mismo tiempo que te vas a sumergir en la corriente bienhechora de la tradición, vas a ser original. Porque como bien interpreta Eco, el signo supuestamente anquilosado y risible se va a convertir en cita. Hoy día, cualquier espectador de una película contemporánea entendería como un guiño las hojas de almanaque que vuelan para dar paso del tiempo. Pero lo curioso es que con ese recurso, al mismo tiempo, se sigue denotando paso del tiempo.

domingo, 6 de marzo de 2016

LA INTERRUPCIÓN (del 6 de marzo de 2014)

Mi hija mayor, que había estado en Mar del Plata hace poco, divisó por casualidad una cueva, y me mandó la dirección aproximada para ver si la conocía. Me sé de memoria los principales antros de la ciudad. Pero éste no solo lo ignoraba, sino que además nadie me había mencionado su existencia. 
Conservé celosamente el mensaje de texto, para cuando viajase. 
Ayer, dejé a mi mujer por el centro, agarré 3 de febrero, y pasadas apenas las cinco de la tarde -de una tarde muy gris-, estacioné el auto a la altura indicada.
No me costó localizarlo, los datos eran bastante precisos. Se trataba de un cuchitril muy chico, que daba clavado librería de viejo, y sólo librería de viejo. Pero mi hija había tenido buen ojo, porque si uno se pegaba a la vidriera, con esfuerzo, podía llegar a divisar unas Anteojito antiguas.
Estaba cerrado y oscuro, pero un cartelito decía "Abierto, toque timbre".
Toco timbre.
Luego de un par de minutos, cuando ya empezaba a desalentarme, de una puertita lateral a la entrada, con cortina, asoma un chico, un adolescente de trece años, no más. Tenía aspecto de pibe de otra época, conflictuado, tipo personaje de Sábato.
A través del vidrio, con un gesto vago, casi imperceptible, me hace la pregunta muda qué busco, qué deseo.
Le respondo también muy difuso, con otro gesto que intenta indicar la obviedad de mi propósito, entrar.
Me entiende y abre. No se aparta de la puerta.
Tiene un impulso, una toma de aire, como para plantearme una objeción, no bien estamos frente a frente.
Pero quizá por mi determinación, quizá porque los motivos para no atenderme le resultarían muy difíciles de explicar, abandona el intento y me franquea la entrada. 
El desistimiento tiene sonido, es espiración del aire que tomó, pero sin llegar a la impertinencia del bufido. Lo que hace que lo ignore -soy de pocas pulgas frente a la falta de educación- y me concentre en el local, en el intrincado planteo espacial, con repletas estanterías de todo tipo y tamaño, situadas a manera de un laberinto en miniatura, agravado por la semipenumbra. 
No termino de entender la trayectoria a seguir, cuando advierto, en la misma puerta de donde salió el chico, la presencia de una muchachita de edad similar. Tampoco comprendo como apareció allí, silenciosa, prácticamente pegada a mis espaldas, apenas traspasé la entrada, en el segundo que me llevó recorrer con la mirada el local.
Es bonita, rubia. Se viste un tanto provocativamente para su corta edad, resaltando las formas que le comienzan a surgir. Tiene un aire de familia con el pibe, no sólo fisonómico. Muestra el mismo gesto conflictuado y está parada allí de la misma manera que él, como estableciendo una marca hacia mi persona. De haber sido más grandes -o menos inofensivos-, quizá me hubiesen intimidado.
Me vuelve la imagen de Martín. Con Alejandra, ahora.
Logran, sin embargo, incomodarme algo con su presión muda para que me vaya, con el tácito señalamiento de lo inoportuno de mi visita.
Imagino que han quedado a cargo momentáneamente del local y que se dedicaban a ejercicios de exploración mutua, cuando aparecí a arruinarles el aprendizaje.
Claro que la idea me inquieta, por la semejanza física. Decido, para tranquilizarme, que no son hermanos. Que todos los adolescentes se parecen entre sí, por no estar terminados de formar. A lo sumo, serán primos.
También decido que no me voy a ir, que me voy a liberar inmediatamente de la presión invisible y me voy a tomar todo el tiempo que haga falta.
Vuelto a ser dueño de mí y de mi ritmo, me desplazo con determinación, como ignorando que no hay suficiente espacio para dos, con lo que obligo al chico a desplazarse a su vez.
Descubro en un rincón una pila de esos Anteojitos viejos que estaban en exhibición. Los hojeo distraídamente. Para mí solo significan la punta del iceberg, el rastro mínimo de un animal que podría ser enorme.
No me hubiese costado demasiado concederle al pibito la capacidad de contestar algún requerimiento mío. Penosamente, el pobre trataba de mostrarse a la altura de las circunstancias y yo podría haber fingido creer que sí lo estaba. Pero, rencoroso por la actitud que tuvo no bien me vió, no me apiado.
Le espeto a boca de jarro: -El librero... vuelve?
El rostro contrariado del muchacho torna en asombro, hace un gesto hacia la puerta lateral.
Como en una escena teatral mil veces representada, la chica se aparta a un tiempo.
Detrás de la cortina aparece un hombre delgado, de unos cincuenta años, también con el mismo aire de familia, también conflictuado.
El chico dice: “-Acá está”, como quien dijese: “-Siempre estuvo.”
El hombre, con forzada cortesía, me pregunta qué busco.
Trato de reponerme del impacto del Deus ex machina que acabo de presenciar y esgrimo mi propio truco, el habitual para librerías de viejo: comenzar preguntando no por lo que realmente me lleva hasta allí, sino por libros. Mis comodines son dos de Lem, que sé practicamente inconseguibles. 
Como era de esperar, no están. 
Ahora sí, es el turno de tirar, como al acaso, con escaso interés, por si las moscas, para no irme con las manos vacías, de decepcionado, de aburrido que estoy: “-Y de historietas... tiene algo?”.
El tipo se pone en guardia. Se había sentido aliviado por creer que liquidaba mi visita con lo de Lem. Pero no, yo insistía... Me devuelve la pelota, un tanto áspero: 
-Qué tipo de historietas?
Decido no hacérsela fácil.
-Dígame que tiene, mis gustos son variados.
Se agacha, y escarba en un hueco, mientras farfulla:
-No tengo mucho...
Los adolescentes siguen ahí, firmes, mudos, como guardias de una tragedia shakespearina representada en un colegio secundario.
Por fin, el hombre saca unas mexicanas de Batman y Súperman de los ’70, en muy buen estado. Me las va alcanzando de a una. 
Miro un par, y le pregunto el precio, con la leve esperanza que no sepa que tiene entre manos.
Son ejemplares que pueden llegar a cotizar entre 60 y 90, precios que no pagaría ni aunque nadase en plata, pero que a $ 30, por ejemplo, no dudaría en comprar.
-Cien- contesta sin dubitar.
-Muy caras- replico de inmediato, sacándome la careta, ya que él ha revelado su condición de mercader del rubro. 
-No tiene algún material nacional?- agrego.
-Sabe...-arranca, ya con fastidio- A mí me ayudaría saber que busca.
Me pongo ríspido, a mi vez. Exagero la modulación:
-Historieta cómica argentina... tiene?
Se arredra, revuelve o hace como que revuelve. Suaviza un poco el tono para decirme:
-No, todas de las mismas...
Cuando empiezo a encarar disgustado hacia la puerta, es como si se arrepintiera del trato que me dispensó.
-Tendría que ir a Plaza Rocha, ahí se juntan los coleccionistas...
Respondo, seco, que conozco esa feria, y salgo del local con ínfulas de haber recibido un ultraje.
En realidad me siento aliviado.
Había allí una situación extraña, opresiva, que fui a interrumpir.
Quisiera pensar, dada la hora, que se les enfriaba la merienda... pero no... 
Por qué no se animaron a ignorar el timbre, a no atenderme, o a negarme la entrada con cualquier excusa? O a ser francamente hostiles?
Si se hubiese tratado, supongamos, de una circunstancia dramática... no se... un grupo familiar, padre y dos hijos asistiendo a la madre, que acababa de tener una descompostura... la madre diciendo: “-Vayan, atiendan, necesitamos la plata, ya estoy bien”... si fuese así...
Por qué los adolescentes, cuando se hizo presente el padre en el local, no volvieron al interior? Esa sería la conducta más lógica.
Aparte, nada me hizo presumir la presencia de una cuarta persona en el otro ambiente.
Y si todos estaban esperando que me vaya y no había nadie del otro lado, es porque lo que aborté era algo que ocurría entre ellos tres.
Podría tratarse, sí, de una discusión familiar. Algo que había que decidir con cierta urgencia, algo que apremiaba a los adolescentes, algo que el padre se negaba a conceder, viaje, dinero, salida...
No se. No creo.
Estoy convencido que en ese local sucedía algo sórdido. 
O cuando menos, inconfesable.

CRUCES DE LA MEMORIA


Dos momentos claves en mi vida irrumpieron de golpe esta noche, en medio de una charla con amigos.

Mi primer recuerdo del cine es de una película a la que mis padres me llevaron porque no tendrían con quien dejarme, confiando en que me dormiría, porque era estrictamente para adultos. 
Me dormí, en efecto,
Desperté sobre el final, y presencié el aterrizaje de un avión. Sólo eso quedó archivado en mi memoria, junto a un cartelito que reza "Un hombre y una mujer".
Sin embargo, en la charla de esta noche, se me dio por chequear con mis amigos -mayores que yo- la posible época de estreno. Ellos la ubicaban sobre mediados de los '60 y yo sostenía que tenía que ser anterior, de lo contrario no hubiese estado dormido en el cine en brazos de mi madre.
Ahora gugleo y compruebo que era del '66, a lo que habría que sumarle un año o dos, que era lo que podía tardar en llegar al América de Zárate.
Lo que resultaría en que yo tendría diez u once años, poniendo así en crisis el recuerdo. O la etiqueta. O mi Edipo. O todo eso junto.
Sin embargo, durante el proceso de escritura del anterior párrafo vislumbré otro título, el de un semidocumental italiano del '62, escandaloso y prohibidísimo para un niño: "Mondo Cane". Esa etiqueta tornaría más verosímil el archivo.
Y otro detalle que no mencioné. Ubico con nosotros en la sala del América a un primo de mi padre, Donato Antonelli (italiano, casi que huelga decirlo).
O sea, podría haber sido a instancias de él, orgulloso de ese suceso de su patria, que mis viejos fuesen al cine, cosa que no era frecuente.
Ahí, con seis o siete años, casi que cerraría toda la escena. 
Casi... la de la pantalla, la del avión, mis amigos la reconocieron como final de "Un hombre y una mujer".
Ya son pasadas las cinco de la madrugada y no me da para seguir analizando los curiosos cruces de la memoria.
Menos aún para hablar del otro recuerdo, que dejaremos -si es que a alguien le interesa- para otra oportunidad.
Buenas noches.
O buenos días.
Como gusteís.


viernes, 4 de marzo de 2016

EL JUNTERO

Me allego hasta la persiana levantada, el perro se corre, le pregunto al señor canoso, de pantalones cortos, que se vislumbra dentro: "Buenas jefe, veo que tiene muchas cosas... No tendrá revistas viejas?". Me responde: "No, yo no vendo nada. Junto de todo. Soy juntero"