jueves, 13 de enero de 2022

CUARENTENA (XVI): ALMUERZO BENÉFICO

El ámbito del homenaje era el Club Social del pueblo. Habíamos demorado la partida para concurrir. Fue mi mujer la que se entusiasmó con la idea. Argumentó que se tomaría como un desaire no hacerlo y que por otra parte, yo me lo merecía.

Un fiasco. Lo que entendí sería un reconocimiento a mi persona, estaba inscripto en el marco de una colecta de fondos para un fin solidario. Esos típicos almuerzos de beneficencia, que hacen sentir bueno al común de los cristianos.

Me senté separado de mi mujer, porque ella acababa de salir del COVID y corría riesgo que yo –con los primeros indudables síntomas- la re infectase (había leído, entre tantas cosas que se leen, que aquella cepa era susceptible de reinfección). 

Incluso más, nos habíamos ubicado en distintas alas del salón, si bien podía observarla. Ella también a mí, claro, pero lo que hacía era sociedad, siempre fue muy sociable.

Yo, en cambio, me aburría entre viejas emperifolladas, que lejos de convertirme en centro de su atención chismorreaban sobre gente desconocida y vulgar.

Una única comensal aportó un apunte curioso. Fue dicho al pasar y se refería a su propio esposo. Lo había encontrado hacía años en situación comprometida con otro hombre. Sin duda el mismo señor con el cual yo la observé charlar animadamente un rato antes, junto a su marido.

La anécdota ofrecía  desprendimientos varios. 

La señora la contaba como si nada, tal si no hubiese significado, ni antes ni ahora,  un escándalo  en aquella comunidad.  Era escuchada a modo de algo muy sabido e intrascendente. Una circunstancia menor destinada, más que nada, a enterarme a mí del  contexto de la conversación, a proporcionarme un dato sin el cual yo no podría seguir su hilo. 

El suceso no parecía haber tenido consecuencias conyugales. Ni separación, ni asesinato, ni siquiera revoleo de platos.

Por otra parte los tres -la señora, su marido y el "amigo"-, como ya subrayé, seguían manteniendo cordialmente sus respectivos roles. 

Evolucionados, los pueblerinos. O al menos, no tan hipócritas como en otros lares, donde hechos como ése suceden a diario y son rigurosamente silenciados.

No obstante, más allá de ese detalle, mi fastidio iba en aumento y aproveché el retiro de platos previo al postre, para excusarme y levantarme de la mesa.

Mi mujer, a lo lejos, seguía de lo más entretenida. De cualquier manera, no podía acercarme, ya lo dije.

Me dediqué a recorrer las dependencias. Cuando más me internaba en el edificio, más me percataba de su antigüedad. Sus pasajes, galerías, recovecos e incluso algo del mobiliario arrumbado, parecía sugerir la sede de un antiguo convento. Montado en medio de un pasillo, sin ninguna protección de intimidad, me topé con un suntuoso dormitorio de estilo. Se me cruzó fugazmente la imagen de un monje que atendía profusos visitantes nocturnos.

Desde un corredor que daba a un patio interno, entreví una habitación con puerta doble abierta de par en par, donde una anciana le cosía la media a otra.

Me empezó a invadir una sensación de ahogo sórdido, si cabe el término.

Busqué la salida. Me situé pegado a la entrada, apoyado en una columna. En otros tiempos, cuando fumaba, podía haber justificado el estar allí. Pero no era necesario, nadie reparaba en mi persona.

Sí salió a fumar una señora muy alta, elegante, todavía de buen ver. 

Bromeaba con alguien de adentro sobre su altura. Se paró junto a mí, me miró fijamente –tenía un color de ojos celeste aguado- y me espetó sin preámbulo alguno:

-¿Y para usted cuánto mido?

-Trescientos cincuenta y siete metros- contesté, sin vacilar.

Apreció la respuesta con una leve sonrisa, apartó la vista y aspiró profundo el cigarrillo.

Miré hacia el interior del club. Ya empezaban a servir los postres.

Maldije a mis compañeras de mesa, deseé que todas amanecieran tosiendo al día siguiente.

Dudé en volver.

Pensé en quedarme con la mujer espigada que fumaba, inventarle algún tema, tentarme en pedirle un cigarrillo, inhalar una bocanada profunda, esperar ahí el fin de mi vida.