Indudablemente –me temo que en
este relato las certezas sean efímeras, lo advierto desde ya- la galería era de
La Plata. No sólo por su aspecto, aunque no pueda precisar con exactitud su
ubicación, sino por un detalle que consignaré de inmediato, no bien finalice
una necesaria introducción.
Entraba al primero de los dos
locales que daban a la calle –entre ambos se situaba el pasillo-, el de la
derecha, vidriado en su integridad.
La empleada, una jovencita
morocha, alta, delgada, de buen ver, no bien advertía mi presencia dejaba una
revista en la que se encontraba absorta (destaco revista, no celular, que sería
lo lógico en cualquier empleada de comercio en espera de clientes –e incluso
habiéndolos-, porque ningún detalle de
los acontecimientos que voy a narrar daba la pauta de hallarme en la
actualidad) para consultar qué buscaba. Una rápida mirada me había bastado para
descartar que existiese allí algo de mi interés, de modo que amablemente, con
un gesto de la mano que implicaba al tiempo descarte, disculpa y la intención
de no molestarla, le contesté que volvería otro día y encaré la salida.
Ella me detuvo, se me acercó.
Confidencialmente me susurró que lo que yo buscaba (¿cómo sabía lo que buscaba?
¿había visitado yo antes en ese local?) le iba a llegar más tarde, que podíamos
vernos a la medianoche en alguna esquina de calle 7 (de ahí mi deducción sobre
la localización platense). La propuesta me asombró. No cabía duda que no se
estaba refiriendo a ninguno de los artículos que se ofrecían en el comercio, sino
a algo de índole más íntima, por decirlo de alguna manera. No desairarla,
fijando un punto de encuentro (la ex-confitería París, por ejemplo), implicaba
dejar de plantón a la pobre chica, en una hora tan inadecuada. Porque de manera
alguna me veía concurriendo a esa cita. No era correcto que lo hiciese, claro.
Y por otra parte... ¿con qué artilugio explicar a mi mujer que sacaba el auto a
medianoche, y en situación de pandemia?
Digresión: no se me escapa que
este anclaje en la actualidad pareciera por completo discordante con la
afirmación antes realizada, pero no lo reputo contradictorio. Nada en el
espacio denotaba el presente, aunque mi conciencia estuviese ubicada allí.
Vuelvo a la señorita. Creo haber
escapado del compromiso supeditándolo a una confirmación que ella supo al
instante nunca llegaría. Aun así se despidió de mí amablemente. No me atrevo a
decir que con un beso en la mejilla por dos razones: no lo recuerdo con certeza
y no queda bien en un hombre de mi edad.
Pasaba al segundo piso de la galería,
un espacio en construcción, como el de la galería CADU, de Zárate, que en los
'60 tenía una puertita al fondo que daba al vacío, a los cimientos de una nueva
ala del edificio que tardó años en terminarse. Algo semejante resultaba este
espacio platense, pero arriba, repito, como si pasásemos del inconsciente de
Zárate a un nivel de supra conciencia en La Plata. Aunque intrincado, lleno de
pasadizos provisorios entre cúmulos de arena, ladrillos apilados, vigas de
hierro. Alguien –un capataz de obra, probablemente- me advertía de lo peligroso
que era estar allí. Yo replicaba que debía ir al local del tercer piso. Mi
interlocutor dudaba que encontrase a alguien en ese lugar, pero de todos modos
me señalaba una frágil escalerita de madera, indicándome de nuevo que tuviese
cuidado.
El tercer piso era una cueva.
"Cuevas", en la jerga del coleccionismo de revistas, debo aclarar,
son lugares que sólo algunos iniciados conocen, dado que se encuentran en
recónditos sucuchos de galerías comerciales. La particularidad consistía en que
éste se emplazaba al aire libre. Se cuestionará el absurdo de exponer revistas
antiguas al sol, la humedad, la lluvia. Comparto el cuestionamiento, pero no
puedo explicarlo. Hay cosas que son como son, se toman o se dejan.
No obstante, cuando uno se
encuentra con locales donde el material luce apilado de cualquier manera, con
absoluto descuido, como en el caso, es buen indicio en cuanto al precio del
mismo. Todo lo contrario de las comiquerías en que el ensobrado, la exhibición
prolija y esmerada es directamente proporcional a las fortunas que pretenden.
Ubiqué al fondo de un estante,
guiado por el olfato del que siempre me he jactado, unos curiosos ejemplares de
historietas cómicas de los '60, cuyas tapas nunca había visto. En ellas se
fusionaban personajes de distintas editoriales, una especie de crossover
(término usado por los yankees para este tipo de entrecruzamientos) impensable
en publicaciones de aquella época.
La excitación de hallarme frente
a algo excepcional a precio de ganga duró un instante. El que parecía ser dueño
de la cueva se me acercó, y sin que medie palabra de mi parte, arrancó una insólita monserga sobre cierto
coleccionista que le había ofrecido un precio irrisorio por el número seis de
no sé qué cosa. "Aquí no se vende barato", era el mensaje. Lo
interrumpí.
-Sólo quiero que me diga cuánto
pretende por estas revistas.
Antes de que llegase la respuesta
sabía que la cifra resultaría un disparate, que me iba a ir sin comprar nada.
Los pisos superiores suelen ser hostiles. Sólo habita en ellos la aridez, el desencanto.