lunes, 26 de octubre de 2020

HASTA EL TERCER PISO

Indudablemente –me temo que en este relato las certezas sean efímeras, lo advierto desde ya- la galería era de La Plata. No sólo por su aspecto, aunque no pueda precisar con exactitud su ubicación, sino por un detalle que consignaré de inmediato, no bien finalice una necesaria introducción.

Entraba al primero de los dos locales que daban a la calle –entre ambos se situaba el pasillo-, el de la derecha, vidriado en su integridad.

La empleada, una jovencita morocha, alta, delgada, de buen ver, no bien advertía mi presencia dejaba una revista en la que se encontraba absorta (destaco revista, no celular, que sería lo lógico en cualquier empleada de comercio en espera de clientes –e incluso habiéndolos-,  porque ningún detalle de los acontecimientos que voy a narrar daba la pauta de hallarme en la actualidad) para consultar qué buscaba. Una rápida mirada me había bastado para descartar que existiese allí algo de mi interés, de modo que amablemente, con un gesto de la mano que implicaba al tiempo descarte, disculpa y la intención de no molestarla, le contesté que volvería otro día y encaré la salida.

Ella me detuvo, se me acercó. Confidencialmente me susurró que lo que yo buscaba (¿cómo sabía lo que buscaba? ¿había visitado yo antes en ese local?) le iba a llegar más tarde, que podíamos vernos a la medianoche en alguna esquina de calle 7 (de ahí mi deducción sobre la localización platense). La propuesta me asombró. No cabía duda que no se estaba refiriendo a ninguno de los artículos que se ofrecían en el comercio, sino a algo de índole más íntima, por decirlo de alguna manera. No desairarla, fijando un punto de encuentro (la ex-confitería París, por ejemplo), implicaba dejar de plantón a la pobre chica, en una hora tan inadecuada. Porque de manera alguna me veía concurriendo a esa cita. No era correcto que lo hiciese, claro. Y por otra parte... ¿con qué artilugio explicar a mi mujer que sacaba el auto a medianoche, y en situación de pandemia?

Digresión: no se me escapa que este anclaje en la actualidad pareciera por completo discordante con la afirmación antes realizada, pero no lo reputo contradictorio. Nada en el espacio denotaba el presente, aunque mi conciencia estuviese ubicada allí.

Vuelvo a la señorita. Creo haber escapado del compromiso supeditándolo a una confirmación que ella supo al instante nunca llegaría. Aun así se despidió de mí amablemente. No me atrevo a decir que con un beso en la mejilla por dos razones: no lo recuerdo con certeza y no queda bien en un hombre de mi edad.

Pasaba al segundo piso de la galería, un espacio en construcción, como el de la galería CADU, de Zárate, que en los '60 tenía una puertita al fondo que daba al vacío, a los cimientos de una nueva ala del edificio que tardó años en terminarse. Algo semejante resultaba este espacio platense, pero arriba, repito, como si pasásemos del inconsciente de Zárate a un nivel de supra conciencia en La Plata. Aunque intrincado, lleno de pasadizos provisorios entre cúmulos de arena, ladrillos apilados, vigas de hierro. Alguien –un capataz de obra, probablemente- me advertía de lo peligroso que era estar allí. Yo replicaba que debía ir al local del tercer piso. Mi interlocutor dudaba que encontrase a alguien en ese lugar, pero de todos modos me señalaba una frágil escalerita de madera, indicándome de nuevo que tuviese cuidado. 

El tercer piso era una cueva. "Cuevas", en la jerga del coleccionismo de revistas, debo aclarar, son lugares que sólo algunos iniciados conocen, dado que se encuentran en recónditos sucuchos de galerías comerciales. La particularidad consistía en que éste se emplazaba al aire libre. Se cuestionará el absurdo de exponer revistas antiguas al sol, la humedad, la lluvia. Comparto el cuestionamiento, pero no puedo explicarlo. Hay cosas que son como son, se toman o se dejan.

No obstante, cuando uno se encuentra con locales donde el material luce apilado de cualquier manera, con absoluto descuido, como en el caso, es buen indicio en cuanto al precio del mismo. Todo lo contrario de las comiquerías en que el ensobrado, la exhibición prolija y esmerada es directamente proporcional a las fortunas que pretenden.

Ubiqué al fondo de un estante, guiado por el olfato del que siempre me he jactado, unos curiosos ejemplares de historietas cómicas de los '60, cuyas tapas nunca había visto. En ellas se fusionaban personajes de distintas editoriales, una especie de crossover (término usado por los yankees para este tipo de entrecruzamientos) impensable en publicaciones de aquella época.

La excitación de hallarme frente a algo excepcional a precio de ganga duró un instante. El que parecía ser dueño de la cueva se me acercó, y sin que medie palabra de mi parte, arrancó  una insólita monserga sobre cierto coleccionista que le había ofrecido un precio irrisorio por el número seis de no sé qué cosa. "Aquí no se vende barato", era el mensaje. Lo interrumpí.

-Sólo quiero que me diga cuánto pretende por estas revistas.

Antes de que llegase la respuesta sabía que la cifra resultaría un disparate, que me iba a ir sin comprar nada.

Los pisos superiores suelen ser hostiles. Sólo habita en ellos la aridez, el desencanto. 



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