A lo largo de mi vida he leído, ojeado, miles de revistas. Ninguna como ésta. O al menos, como las páginas en negro pleno que voy a tratar de describir. Se trataba de una publicación picaresca. No Rico Tipo, pero del estilo, formato tabloide. Sabía muy bien el nombre y se me olvidó por completo. Lo curioso es que me acuerde del número exacto, el 112. También es extraño que esas dos páginas centrales fuesen de Mazzeo, el de Historias Tangueras, porque trabajaba para Torino, y no me viene a la cabeza ningún título editado por Torino -siendo que sacaba a los kioscos lo que te pudieses imaginar- relacionado a la picaresca. Tampoco tengo dudas de la autoría de Mazzeo porque aparte de que su trazo me resulta inconfundible, en una de las ilustraciones aparecía Caburito, su personaje más famoso. El lector atento habrá advertido la contradicción entre mencionar negro absoluto y la posibilidad de distinguir dibujos (además de Caburito, una caricatura del gordo Troilo). Y la letra de un tango debo agregar. Todo muy propio de Mazzeo. El prodigio consistía en que depende la manera en que ubicases la revista respecto a la luz, se iluminaban sectores de la página. No las dos páginas, no siquiera una entera, sólo sectores y no siempre diferenciados. Una parte del poema, otra de la ilustración, nunca se podían ver completas. No se trataba de un vulgar truco de ilusión óptica donde sobre un mismo plano ves una cosa o ves la otra, no. Algo tan extraño como la vida, que cuando crees echar luz sobre un segmento de tu historia, se te oscurece lo otro. Algo parecido a un tango.
jueves, 27 de mayo de 2021
miércoles, 26 de mayo de 2021
CUARENTENA (XV): SIEMPRE HAY UN CHARLATÁN DE FERIA
Tengo que confesar un feo hábito.
Gasto a los vendedores telefónicos.
Son laburantes, no se lo merecen,
ya sé. Pero también es cierto que te rompen la paciencia, que llaman en los
momentos más insólitos, que están entrenados para resistir las negativas más
amables. Gastarlos es preferible a lo que hacía antes, que era mandarlos a los
gritos a lugares un tanto ofensivos.
Mi forma de burlarme varía con lo
que me inspira cada interlocutor. La presentación de los vendedores es calcada,
te saludan, se identifican con nombre y empresa y te preguntan con quién tienen
el gusto de hablar. Yo puedo, por ejemplo, hacer un largo silencio que
desconcierta al otro, hasta que emito un aullido espeluznante. Esa la uso con
los tipos, porque las mujeres son más impresionables y temo provocarles un
infarto. Ahora, de rotura de tímpanos no me hago cargo. Son gajes del oficio y
deberían estar cubiertas por aseguradores de riesgo de trabajo.
En otras ocasiones, contesto
amablemente, dejo que se explayen, hasta que quieren averiguar mi compañía de
telefonía celular (en el 90 % de los casos, se trata de eso). Entonces yo
replico interrogando sobre la marca de ropa interior que usan. Obvio que no
entienden nada. Ahí es cuando paso a explayarme yo... considero que si me hacen
una pregunta de índole personal, como la compañía de teléfono por la que he
optado, tengo el derecho a que me correspondan con otra confidencia.
Ha pasado también que niego ser
el titular de la línea, pero que enseguida lo llamo y los dejo esperando hasta
que se cansan y cuelgan.
Cuando el celu te identifica el
lugar de la llamada -Córdoba, pongamos por caso- les pido me comenten cómo está
el tiempo allá, cómo los trata la pandemia, si los gorilas también se
contagian.
Mi otro truco es el de las voces.
Puedo citar la del correntino que no entiende bien lo que le dicen, o la del
payaso que habla en verso. Esta última la uso con los de Movistar:
-¿Con quién tengo el gusto de
hablar?
-Con el payaso Movistar, que si
no cortás, te manda a cagar.
Recuerdo una operadora que se
descostilló de la risa, y la seguimos un rato más. Buena onda la mina.
Ahora, el de esta mañana, rompió
todos los esquemas.
Por empezar, la charla fué
presencial. Lo hice subir al altillo y lo dejé que expusiese su propuesta. Se
trataba del conocido esquema de venta piramidal de productos. Yo debía comprar
un stock importante para comenzar, y al tiempo que vendía, reclutar a otros vendedores.
A medida que éstos crecían en número, mis compras se abarataban pasando yo a
proveerlos directamente, o sea me convertía en mayorista. Me mostré muy
interesado y hasta entusiasmado por el negocio, lo que provocaba que el tipo se
embalara más y más. Hasta que llegó el pero... Le revelé que yo estaba en
proceso de fallecimiento, por lo que no podría hacerme cargo de la tarea por el
momento. Una vez muerto, sí, porque iba a tener la libertad de movilizarme por
donde quisiera, sin que me pidiesen permiso de circulación. Lo despedí en la
escalera del altillo, haciéndole prometer que me contactaría no bien viese mi
nombre en las necrológicas. Llamé a mi mujer para que le abriese la puerta de
calle. Desde arriba, oí que el caradura intentó encajarle los productos a ella,
mintiéndole que ya había arreglado conmigo y que eran doce mil pesos. Bajé
justo cuando mi mujer, que siempre está dispuesta a pagar, le estaba entregando
el dinero.
Arrebaté el fajo de las manos del tipo, y le espeté:
-Se lo dije bien clarito. Una vez que me muera, no ahora.