miércoles, 18 de marzo de 2020

ES HORA DE CUIDARSE

No fue la noticia del avance cada vez más veloz de la pandemia, ni la alarmante cifra de muertos, ni ningún informe médico sobre el virus,  lo que lo decidió a salir de su casa por última vez. 
Era paciente de alto riesgo por edad y décadas de fumador, por lo que se había declarado  antes que nadie en cuarentena por tiempo indeterminado. 
Pero cuarentena en serio, nada de irse a vacacionar a Monte Hermoso como hacían los idiotas. Cuarentena de encerrarse, de no ver ser humano alguno, de aislarse por completo en su casa.  Al punto que electrificó el timbre de la entrada-con un cartel de advertencia, eso sí, no perdía el sentido humanitario- para que nadie se acercase. No fuese cosa que llegara hasta su umbral uno de esos mendigos que solían molestarlo, gente de común transmisora de enfermedades, cuánto más ahora.
Tenía ya suficientes víveres acopiados. 
Había deliberado  bastante consigo mismo dónde adquirirlos. Descartó rápidamente las cadenas de súper a las que  concurría todo el mundo. Y desde ya los chinos, que no obstante vivir acá, podían recibir alguna correspondencia que transportase la peste, o tener un pariente que regresó de China recientemente ,  escondido en un sótano igual que en la película de los parásitos,  o comer ratones y murciélagos y reproducir las mismas condiciones que se dieron en  Juwán, o como mierda se pronunciase esa localidad del orto en la que se inició la pesadilla. Y hasta desechó un mercado del barrio, porque solía juntarse gente en horas pico. Optó por un pequeño almacén de los de antes, ubicado a varias cuadras, con una dueña prehistórica y antipática, pero con buenos precios y aceptable surtido. Y lo más importante: allí nunca se cruzaba con nadie.
También, precavido como era, había llegado a tiempo a la farmacia en momentos en que todavía se conseguía alcohol en gel, jabones desinfectantes  y barbijos.
Sólo le inquietaba  no haber previsto dos artículos: cloro y repelente. En mitad de marzo, después de bajar la temperatura, el calor estaba amagando retornar con todo según el pronóstico,  y por ende la pileta se llenaría de mosquitos. Lo cual implicaba que, si bien se sentía  a salvo del coronavirus, el dengue acecharía  en su propio patio. Existía la alternativa de no pisarlo siquiera y de no  abrir las ventanas hasta que se instalase por completo el frío, pero necesitaba del aire puro por el EPOC.  Otra opción consistía en vaciar y limpiar la pileta ahora, con temperatura todavía baja, pero temía que esa tarea le provocase un resfrío que le mermase aún más las defensas.  Se debatía pues en la duda hamletiana de enfrentar o no el riesgo de salir al exterior para realizar la compra de esos dos productos esenciales.
Cuando escuchó por radio que Netflix había abandonado el proyecto de filmar El Eternauta, cediendo los derechos  a la Disney, recién entonces, en ese exacto momento, tomó conciencia de la dimensión del asunto. La gravedad iba bastante más allá de sus cálculos, de por sí catastróficos, si la ficción apocalíptica imaginada por Oesterheld, confrontada con esta realidad,  iba camino a convertirse en una comedia reidera para toda la familia. Fue así que decidió encarar la calle por última vez.
Munido de barbijo, guantes, bañado en alcohol en gel y con un cuchillo con vaina atravesado en el cinto, a lo gaucho, por si alguien pretendía acercársele, subió al auto y enfiló  veloz a la casa de artículos de limpieza donde vendían cloro a granel. 
Al llegar, notó con satisfacción que el mostrador se había trasladado a la puerta del comercio, de modo de mantener la adecuada distancia. Vio también una excelente oferta de papel higiénico: cuarenta y ocho rollos por apenas ochocientos y pico de pesos. Otra cosa que se le había pasado por alto,  porque en el momento en que se abasteció aun no tenía el dato de la necesidad del producto, corroborada por la demanda masiva del mismo. Lo incluyó en el pedido desde lejos,  a los gritos. Preguntó el total, arrojó los billetes al mostrador. Exigió que el vendedor dejase  bidones, bolsita con Off en crema, en aerosol, y líquido, más rollos en la vereda y se alejase. Cumplida fuera la orden,  cargó la compra en el baúl y partió raudo. 
Llegado a su fortaleza tomó todos los recaudos de desinfección necesarios, con los elementos que previsoramente había dejado a mano en el vestíbulo, tal como si se tratase del gabinete de desinfección de una nave espacial. Luego se untó de repelente de mosquitos de la cabeza a los pies y salió al patio. Vestía un jogging y un buzo viejos, pero en ojotas, por experiencias anteriores en que las salpicaduras de cloro puro le arruinaron zapatos y medias.
Cargó el balde hasta la mitad con el bidón, y el resto lo llenó de agua con la manguera. Luego lo levantó con energía –pesaba bastante, era un balde plástico de diez  litros- para arrojar el contenido a la pileta. Pero en la acción pegó un resbalón provocado por la crema repelente que se había pasado en la planta de los pies, por si las moscas -los mosquitos, en el caso-.
Cayó junto con el balde, de mala manera, dentro de la pileta y fue a dar con la cabeza en uno de los bordes.
El golpe lo atontó.
Se despabiló recién en el fondo, cuando empezó a tragar agua.
Con rapidez emergió y se aferró de la baranda de la escalera. Tosió y escupió un buen rato.
Por fin recuperado, pensó en la paradoja que hubiese sido morir ahogado, en vez a causa de los males de los que huía.
Se sacó la ropa y la colgó en el tenderero.
Entró corriendo a la casa. Tiritaba y apestaba a cloro. Se metió de inmediato en la ducha caliente, para sacarse el olor y para evitar un resfriado.
"Deber cumplido", se dijo después de secarse y ponerse la bata.
Así, en bata, se preparó un almuerzo ligero. Comió con apetito y se acostó a hacer la siesta.
A punto de dormirse, sintió un leve cosquilleo en la pierna desnuda. Manoteó instintivamente. Comprobó que había aplastado una pequeña araña de rincón.
Se despertó con nauseas, trastabilló hasta el baño, vomitó. Volaba de fiebre. 
Trató de recordar si los síntomas se correspondían con el dengue o el coronavirus. 
No podía pensar con claridad, no sabía dónde había dejado el celular. Llegó como pudo al teléfono de línea. En la agenda ubicada junto al aparato figuraban  anotados  los números  de emergencia. Si bien eran grandes, se le nublaba la vista, no alcanzaba a divisarlos. 
Finalmente identificó... un uno... un cuatro... un ocho...
No llegó a marcar.
La picadura de araña resultó fatal.

martes, 17 de marzo de 2020

FUERA DE HORA

Entramos en un bar a desayunar con mi mujer y mi suegro.
En el bar se sirven exquisiteces.
Veo como un mozo da los toques finales a un elaboradisímo postre con todo mimo y cuidado.
Voy al baño y cuando regreso, mi suegro había pedido carne. Sobre la mesa lucían seis enormes fuentes con pescetos y vacíos enteros, ristras de chorizos, dorados espirales apilados de salchichas parrilleras, tiras de asado, morcillones.
Yo sólo aspiraba -militante desde siempre de que cada comida vaya en su horario- a un café con una medialuna.
Miraba, por tanto, estupefacto la montaña de carne. Dado que la satisfacción de mi suegro era más que evidente, acallo la crítica. Apenas deslizo un comentario sobre la cantidad. Mi mujer, de común combatiente de los hábitos alimentarios de su padre, curiosamente ahora responde entusiasta que si sobra pesceto se puede llevar a casa. Yo pienso que dado el tamaño del pesceto no debe ser tan tierno como el que solemos comprar en la carnicería del barrio (la mejor de la ciudad, dicho sea de paso) y a ella le gusta. Pero no lo expreso.
A todo esto hago una seña al mozo pidiendo café. El mozo la capta y asiente de lejos. No me da para medialuna en medio de los efluvios cárnicos, que me revuelven el estómago a esa hora temprana.
Mi suegro insiste en que coma algo y me sirve en el plato salchicha parrillera.
No me animo a despreciarlo y pruebo un bocado a sabiendas que esa ingesta a deshora, fuera de su horario lógico, el almuerzo o la cena, pesará sobre mi conciencia durante el resto del día, lo mismo que si hubiese cometido un crimen.

martes, 10 de marzo de 2020

LOS DRUIDAS ARRUINAN LA FOTO

Un amigo, de muy baja estatura, encuentra los pantalones de un japonés tan bajito como él. Esto lo sabemos porque no bien se calza la prenda le queda de maravilla.
Para festejar el acontecimiento decidimos ver una película por televisión y llamamos a varios amigos más.
En un clima de distensión, comenzamos a disfrutar la cinta, pero la amiga de un amigo, que vino porque la invitó él, no mi amigo petiso ni yo, pone las piernas sobre la mesita del televisor, tapando la pantalla.
Me parece un abuso de confianza y así se lo hago saber.
Arranca una discusión que queda en conato apenas, porque justo se hace presente el japonecito dueño de los pantalones.
Mi amigo petiso accede al reclamo de devolución, pero antes que se efectúe, propongo sacar una foto de ambos, frente a frente, de cuerpo entero, para inmortalizar el curioso acontecimiento.
Pruebo en varios lugares, no sólo por la luz, sino fundamentalmente para dar idea de las proporciones en relación a otro objeto.
Hubiese sido fácil pedir a cualquiera de los presentes, de estatura normal, que posase junto a ellos. Pero de esa manera le restaría protagonismo a los dos bajitos.
Encuentro un muñeco de Panorámix revolviendo el caldero y decido que puede servir como perfecto contraste.
Pero cuando lo ubico entre mi amigo y el japonés, Panorámix, por un extraño artilugio propio de druida, comienza a desplazarse continuamente y todas las fotos salen movidas.