lunes, 25 de mayo de 2020

CUARENTENA (VIII): VECINOS

Formo parte del grupo de whatsapp de dos edificios.
Uno es muy tranquilo. El otro directamente histérico y con trastorno disociativo, a más de algún episodio de delirio alucinatorio .

Problemas de los últimos días:
-Motos o bicicletas que se dejan en los pasillos y hacen que los demás se tropiecen.
-La puerta de entrada que queda abierta de noche, a pesar de los carteles de advertencia.
-Comentarios de robos en el barrio.
-Propuesta de carteles de mayor tamaño en la puerta y también en el ascensor y en cada piso.
-Una piba joven que escucha todo el tiempo un ruido extraño ("me va directo al cerebro", grafica) y pregunta si alguien más lo oye. Los otros no lo oyen pero aventuran que se puede deber a tal o cual cosa, causas que sistemáticamente la piba descarta.
-El ascensor tiembla (descripción de la misma piba que escucha ruidos extraños).
-El ascensor se queda detenido con alguien adentro.
-El termotanque central funciona para algunos y para otros no. Se la pasan preguntando quién tiene agua caliente.
-Una vieja cuenta con lujo de detalles como se levanta temprano con la robe de chambre (así la llama), para aprovechar el agua calentita y le avisa a su pareja que también se ponga la robe de chambre (repite) para bañarse después de ella, aclarando que no conviven pero que decidieron pasar juntos la cuarentena.
-El ascensor amanece misteriosamente cagado.
-La loca de los ruidos sale a defenderse porque a su perrito "bebé" no lo saca nunca. Acto seguido sube una noticia de un terrible asesinato en su pueblo de origen. Se regodea en proporcionar sanguinolentos detalles adicionales.
-Todos se interrogan por un auto rojo que estaciona en la cochera, pero no pertenece a nadie del edificio y culpan al dueño/dueña de ser quien deja abierto el portón del garage.
-Una avisa que le plantó una nota en el parabrisas. Todos aplauden.
-Se quejan del administrador, quieren cambiar al administrador, quieren lincharlo (propuestas que van in crescendo).
-Un pibe repite con cada propuesta: "totalmente de acuerdo"
-Carmen, la vieja de la robe de chambre, que es inquilina, pregunta acusatoriamente, en general "¿los propietarios qué tienen para decir, eh?"
-Me doy por aludido y tercio, entonces, didáctico, advirtiendo lo difícil que resulta, desde lo legal, la remoción de un administrador.
-El pibe me contesta al toque: "totalmente de acuerdo"
-Surgen propuestas de sublevarse y no pagar las expensas.
-El pibe está totalmente de acuerdo.
-La vieja de la robe de chambre graba con voz lastimera que a ella no pasaron a cobrarle y que no puede salir porque es grupo de riesgo y que no sabe qué hacer.
-La calman ("quédese tranquila, Carmencita") y le aconsejan que no pague nada.
-Dos o tres se lamentan que ya pagaron. Entre ellos el pibe que está totalmente de acuerdo.

Esto alternado con días de buena onda:
-Uno -el más metepúa contra el administrador y que cuando hay reunión de consorcio arruga- arranca a eso de las ocho, con un audio: "¡Buenos días, vecinos!"
-Otra -que le sigue la corriente en dar manija contra el administrador, y cuando hay reunión es la primera en chuparle las medias- contesta con GIF de perrito que sale de caja de regalo, dando los buenos días.
-La loca de los ruidos extraños ofrece budines caseros.
-El que arrancó con los buenos días, le encarga dos.
-Al rato elogia la calidad de los budines, que se acaba de comer con el mate.
-Todos aplauden y felicitan a la loca y alguno más encarga.
-La loca agradece y aclara que para los del edificio hace precio especial.
-La chupamedias del administrador sube una imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa.
-Brotan varios corazoncitos de distintos miembros del grupo, "¡Ay, la amo!", exclama una. "Pidámosle que nos proteja", se suma otro. Son los mismos que días pasados, cuando circuló la noticia de la muerte de un chorro, decían: "tenía que acabar así", "se lo merecía", "uno menos".
Y se repite el ciclo...


domingo, 24 de mayo de 2020

CUARENTENA (VII): LOS FANTASMAS HUYEN


Ya no es un fantasma que recorre Europa, sino la Muerte quien da zancadas por el planeta. O digamos, si se quiere, que esa información nos llega.

Quien más, quien menos, ha pensado en la muerte en estos tiempos, supongo.
Y hasta la ha deseado con tal de terminar con una incertidumbre -que se prolonga y se prolonga- sobre cómo habrá de transcurrir la vida de aquí en adelante.
Al menos yo lo he hecho, confieso.
Y confesaré algo adicional, con la salvedad de pedir que se respete la confidencia. 
Habiendo tenido una temprana formación en el catolicismo, si bien he atravesado épocas de agnosticismo y ateísmo militante, en el fondo nunca dejé de creer del todo en el Dios de los cristianos y en la salvación de las almas y en la vida perdurable, amén.
Alguna de estas noches desveladas, bordeando la angustia, apareció el pensamiento consolador de pasar al otro lado y reencontrarme con seres muy queridos, y de poder charlar dispendiosamente con ellos sobre cuestiones del pasado que aún a esta altura del partido me siguen ocupando.
Claro que como el Bardo le hace decir a Hamlet, es inevitable preguntarse qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño eterno, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida.
La respuesta que me doy –la que da existencia tan larga al infortunio- es que quizá esos fantasmas del otro mundo, ya estén en otra cosa, sean puro espíritu, se hayan desentendido por completo de su pasado terrenal, no les interese, lo hayan olvidado. Que ni siquiera me reconozcan.
Es entonces cuando cualquier angustia desaparece y me propongo seguir con ellos, pero desde lo que tengo, desde lo que quedó en mí, desde mis archivos, desde lo mucho que los extraño, llenando huecos, inventando si es necesario –me es muy necesario fabular -, sin preocuparme demasiado de la fidelidad a los hechos y a los tiempos, reescribiendo, rehaciendo a mi gusto la historia, transformándola en algo distinto. Algo que cierre el pasado, abriendo ventanas al futuro, como para que no parezca tan negro.


martes, 19 de mayo de 2020

CUARENTENA (VI): RALLYE

Desde muy chica, le inculqué a mi hija menor que las monjas son el Diablo. Y que cuando uno se las cruza debe hacer cuernos con los dedos. Una patraña que terminé creyéndome. Aún hoy, al ver aparecer alguna, realizo el ritual de exorcismo. Esta mañana las calamidades empezaron desde mucho antes de divisarlas. No me explicaba cómo habiendo tanto auto por la calle, no apareciese ningún taxi para mi mujer. No me podía ir tranquilo hasta que no la viese subir al taxi que la llevaría al otro extremo de la ciudad, donde debía hacer ese tipo de trámites muy de ella, que siempre me explica pero nunca entiendo del todo. Es una tara paternalista mía -lo sé y no dejo de reprochármelo- lo de quedarme a su lado hasta último momento. Ha recorrido sola innumerables ciudades del mundo, sin la menor dificultad, pero estando juntos me siento responsable que llegue sana y salva a destino. Igual que cuando llevaba a mi hija menor a tomar el colectivo en Once, para volver a su casa en Campana, y no bien subía le mandaba mensaje a la madre consignando número de unidad, hora de partida y hasta aspecto del chófer.
Hay mucho tránsito decía, demasiada flexibilización inorgánica de la circulación vehicular, y encima corriendo a toda velocidad. "Como si se tratase de una carrera", comento en voz alta. "Es una carrera", replica un señor gordo parado en la esquina junto a otros transeúntes –demasiada flexibilización inorgánica de circulación de personas-, a quienes creía esperando el cruce del semáforo y resulta que ahora caigo en la cuenta que son espectadores del rallye La Plata-París, según reza en un volantito bilingüe mal impreso y peor redactado, con un francés de jardín de infantes, que me alcanza el señor gordo para que me entere. "Qué mal nos hace quedar este intendente frente a los franceses" –exclamo indignado mientras arrastro a mi mujer hacia un lugar más seguro, porque los coches de carrera vuelcan, dan espectaculares trompos en el aire, pasan rozando las cabezas de todos. Cruzamos una plaza, entre arbustos, por senderos estrechos. No me decido a cuál de las esquinas dirigirme, porque imagino que el circuito debe abarcar gran parte de la ciudad, y así es, debemos volver una y otra vez sobre nuestros pasos, a riesgo de cruzar una calle y que nos arrolle un bólido. Por fin, una diagonal –el diagonal, como dicen los platenses- parece liberada, pasan vehículos normales, a ritmo normal. Un grupo de señoras, respetando distancia prudencial, hace cola frente a un poste. Pregunto si se trata de la parada de un colectivo. De una combi, me informan. Y cuyo trayecto incluye el destino de mi mujer. "Bárbaro, zafamos", le digo mientras me ubico en la cola. Pero a ella justo se le da por ir al baño. A una oficina de la AFIP que se encuentra unos metros más adelante. Siempre es así, recuerdo una vez en el aeropuerto Charles de Gaulle –de nuevo París, qué coincidencia- le agarraron ganas a último momento, a minutos de abordar, y casi perdemos el avión, unos nervios me agarré. Para colmo de males, no bien se va, empieza a desordenarse la cola, circula un rumor que la combi cambió de parada, debido al rallye. El grupo se dispone a trasladarse, y yo no sé qué hacer. Decido seguir a las señoras, pero mirando constantemente hacia atrás, a ver si mi mujer sale de la AFIP. Trato de no perder el lugar porque además, en el revuelo, se suman personas que no estaban en la cola. Entre ellas dos monjas. Hago los cuernos, me toco el huevo izquierdo (práctica incorporada a posteriori de las instrucciones a mi hija menor) no bien las veo. Las monjas intentan sobrepasarme, me les interpongo. Una vieja que advierte la maniobra me reprende: "Deje pasar a las hermanitas". "¿Hermanitas de quién? –replico- ¿De la concha de su hermana?". Enseguida entiendo que me pasé de la raya, la repulsa de todas las señoras es unánime. Veo a mi mujer salir de la AFIP, mira para todos lados, le hago señas, le grito, no se percata. Igual creo que ya es tarde, que por mi exabrupto no van a dejar que suba a la combi.
Quizá las monjas no sean el Diablo, pero que traen mala suerte, seguro.



CUARENTENA (V): VISITAS TEMPRANAS


Esta gente vino demasiado temprano. Hago mal en referirme a ellos como "esta gente", son dos amigos, pero la verdad es que vinieron demasiado temprano. No es que no tuviésemos una cita, sé que los había invitado... al menos a uno de ellos, al otro no recuerdo. Pero no este día, menos a esta hora. Era una cita vaga, para algún momento, cuando terminase la pesadilla. ¿Qué me iba a imaginar yo que en medio de la pandemia iban a hacer un viaje tan largo? Viven muy lejos, deben haber salido en noche cerrada para estar acá, en La Plata, ahora, de madrugada casi. Y con todos los inconvenientes que significa tomar transportes en cuarentena, permisos, transbordos, esas cosas. No es que me disguste que hayan venido, me toman de sorpresa, simplemente. Encima mamá y papá duermen en la otra habitación y ellos hablan alto, ríen, como es normal cuando se produce el reencuentro entre viejos amigos, no da para pedirles que bajen el tono. Trato de encauzar la conversación por canales más apacibles, le comento, le muestro al que sí estoy seguro de haber invitado, dos libros que él me recomendó. Los ojea un tanto despectivo, como si ya no le generaran entusiasmo, y yo para mis adentros me digo: "¿para qué me los recomendó si no le parecen tan buenos?" Me causa un poco de bronca esa situación. Entonces le pregunto al otro cómo era esa antigua anécdota de cuando me iba a visitar a Zárate y después pernoctaba en un bar de mala muerte, casi un prostíbulo diría. Él cuenta que cierta noche, de vuelta de mi casa, paró allí a tomar unas ginebras y se quedó dormido sobre la barra. En sueños, Hans, el alemán dueño del prostíbulo –era un prostíbulo, nomás- lo invita a pasar la noche junto a una de sus pupilas. Me distraigo en el relato porque me asalta la preocupación que no estoy preparado para convidarlos, quizá más tarde, cuando abran los pocos negocios en actividad, pueda ir a comprar unos ravioles. ¡Y vino! No tengo vino desde que ando con un problema de encías y leí por ahí que el alcohol las inflama, entonces prefiero no tener hasta que supere la afección, porque si tengo me lo tomo, no hay caso. Cuando vuelvo al relato, entiendo que me perdí un eslabón, porque mi amigo despertó efectivamente en una cama del prostíbulo abrazado a una hermosa rubia de cabellera larga y sedosa (así lo expresa él, poéticamente). Y en consonancia con ese remate pasan dos empleados de la panadería de Boedo y San Juan y se meten en el dormitorio a despertar a papá porque ya es hora de abrir el negocio. No me parece bien esa intromisión de los empleados en la intimidad de mis padres, sobre todo no siendo mi viejo el dueño de la panadería. Antonino Ciaurriz era el dueño, un español muy rígido, pariente lejano por parte paterna –raro, mi familia es de ascendencia italiana-, que cuando me dejaban ahí por temporadas enteras –un invierno entero, una primavera entera- porque mamá debía cuidarlo a papá en una de sus largas convalecencias de terribles cirugías mayores, entonces, en esas estadías, decía, Antonino Ciaurriz se enojaba al yo encapricharme en no tomar la sopa, y mi tía Herminda, su mujer (yo los llamaba "tíos", a falta de otra denominación) me defendía, y derrotado, Antonino Ciaurriz sentenciaba de esa forma en que sólo puede sentenciar un español –tan vigorosa, tan concluyente, tan enfática, que la frase se me grabó para toda la vida-: "este niño os va a cagar a todos en la boca algún día". La cuestión es que ahora, acá, este día, esta mañana con mis amigos, la terrible admonición me importa poco, porque siendo mi papá el dueño de la panadería –efectivamente lo es, veo que se levantó y está yendo a subir la persiana- habrá al menos medialunas recién elaboradas para ofrecerles, con humeantes tazones de café con leche, como aquellos de la infancia en San Juan y Boedo, pero en mi casa de La Plata, sin necesidad de moverme más que unos pasos, hacia el comedor, donde se encuentran las enormes canastas de pan y facturas calentitas, pasen, pasen amigos, tengo para convidarles el más maravilloso de los desayunos a modo de compensación de tan largo viaje, a modo de agradecimiento por la temprana visita.



sábado, 9 de mayo de 2020

CUARENTENA (IV): KAFKA

Nunca me llevé bien con las maestras. Mis hijas han sufrido en carne propia esa animadversión, pobres.
En la secundaria, el Castillo (así se le llamaba a la hermosa casona situada frente a la escalera de la barranca, en Zárate) albergaba al BOD, o sea Bachiller con Orientación Docente, de mañana, y a la tarde funcionaba como escuela primaria.
Es curiosa, pienso ahora, la contradicción que parece surgir entre orientación docente y odiar al magisterio. Pero no había tal. Elegí el BOD por el mayor contenido literario, en oposición a las ciencias duras que predominaban en las otras opciones, que creo eran medicina y física, porque la fábrica de contadores pertenecía al Comercial, por el que se optaba al arrancar el secundario y no al finalizar tercero como en mi caso.
Vuelvo al Castillo. Yo les dejaba mensajes en mi banco –el bancomóvil, un pupitre de hierro y madera, no aferrado al piso, ubicado al fondo del salón, que iba desplazando cerca de una/o u otra/o compañera/ro , cuando la clase me aburría, y el profesor escribía en el pizarrón... al darse vuelta y advertirme, más de uno me miraba desconcertado, como si su memoria le hubiese jugado una mala pasada- les dejaba mensajes, decía, a los pibes de la tarde, tallados con lapicera en la tabla del pupitre, tipo: "chicos, libérense de la tiranía de sus maestras". Lo hice bastante tiempo, al punto que los graffitis prácticamente cubrían toda la superficie.
Se ve que una yegua de la tarde lo advirtió –o algún pendejito alcahuete le buchoneó- y pidió que se identificara al alumno que ocupaba ese banco en la mañana. El castigo, aparte de las amonestaciones que se iban sumando y que siempre me hacían terminar el año al borde de la expulsión, fue quedarme después de hora a limpiarlo con lija.
Pero no radicó ahí lo humillante, sino en la interpretación que se le dio al suceso. Se menospreció mi batalla contra las educadoras explicándola en la influencia ejercida por una nota que publicó por ese entonces la revista Satiricón. Se trataba del número 7, con la extraordinaria tapa de mayo del '73, que bajo el título destacado de "El sol del 25 viene asomando", mostraba a un Lanusse que se hundía en procelosas aguas mientras amanecía un Perón resplandeciente. Una maravilla del mejor Cascioli. La nota de marras también se mencionaba en primer término de portada: " LAS MAESTRAS: castradoras de guardapolvo blanco".
Yo había leído esa nota, por supuesto. Desde unos meses antes, compraba Satiricón. Acompañando a mi tía al médico a Capital, la descubrí por primera vez en un kiosco de Retiro y me deslumbró. Pero el líbelo contra las maestras sólo vino a reafirmarme en un antiguo encono que yo tenía contra el gremio, y que databa de segundo o tercer grado, cuando me tocó en suerte una "señorita" que me odiaba, vaya a saber por qué. Supongo porque yo era contestador de chiquito. Me decía mirándome a los ojos: "qué cínico que sos". Una vez me mandó a hacer cien redacciones como castigo. Argumenté que mis padres no tenían plata para comprarme un cuaderno con el cual cumplir esa penitencia. La familia de ella era dueña de un comercio tipo multirubro (bazar, librería) en el que vendían cuadernos. Me mandó allí a buscar uno gratuito. Me lo dio en mano. El cuaderno -lo juro- traía un moco pegado en la tapa. Años después, ya en séptimo, la docente Nelly Durante de Leone, una señora tan imponente como su nombre, nos azuzaba contra una colega con la que se enredaba permanentemente en puteríos. A tal punto nos contagió su odio que fuimos, con otros compañeros, a apedrear la casa de la rival. En esa proeza me corté la palma de la mano con el borde de un tapial de chapa. Todavía conservo la cicatriz. Dos formidables yeguas, que pongo apenas a modo de botón de muestra, y que corroboran, en contra de la opinión de las autoridades del Colegio Nacional Zárate, que mi animadversión era muy anterior al susodicho opúsculo. Desde muy temprano en la vida me ofendió profundamente que menospreciaran mi inteligencia, atribuyendo mis ideas a influjos ajenos.
El extenso prólogo viene a cuento de que esta tarde tuve un amable encuentro con una maestra. No recuerdo el tema que nos ocupaba, pero sí sé que me llamó la atención el cordial fluir de la charla. Tanto que olvidé preguntarle si se podía estacionar ahí, en el segundo nivel del edificio, a cielo abierto, a metros del salón de clases, en ese barrio de Capital donde había dejado el auto. Cada vez que voy a Capital tengo dudas de dónde se puede y dónde no, porque los indicadores nunca son claros, creo que a propósito, para encajarte la multa. Suponía que con la cuarentena no iban a andar los agentes de tránsito, pero igual... no quería correr el riesgo de encontrarme con que al auto lo había levantado la grúa. Hoy en día se torna difícil volver a casa, como en la novela de Dal Masseto.
No me animaba a interrumpir la clase que acababa de retomar la señorita, la podía ver por la ventanita de la puerta del salón muy concentrada en la revisión de los cuadernos que le presentaban sus alumnitos, pero no había nadie más en los alrededores. No quedaba otra...
Cuando ya me decidía a golpear, sube agitada por la escalera una mujer, seguida de un enfermero. Los voy a abordar, pero me apartan, recriminándome que estuviese allí en plena cuarentena y entran presurosos a una piecita enfrentada al aula. No tardan nada en salir, cargando en una rudimentaria camilla de campaña, de ésas que se toman de las varillas, un cuerpo enjuto, como de anciano se me ocurre, tapado por una sábana. Pienso en el peligro de contagio, pero descarto que se trate del virus dado que ninguno de los trabajadores de la salud lleva barbijo. Bajan con el cuerpo. Especulo que aún vivo, de lo contrario no se explicaría la premura.
Sigo sus pasos por la escalera, y noto en las barandas y escalones abundante polvo blanco, que se me ocurre talco. Imagino que puede ser una nueva forma de desinfectante, pero me resulta dudoso, de modo que no bien llego al piso inferior, busco un baño donde lavarme las manos. Curiosamente aparecen muchas canillas antiguas, el lugar es un patio interno al que dan múltiples habitáculos, entre ellos el de las canillas. En el centro del patio se encuentra parado un hombre flaco, morocho, de pómulos hundidos, que viste guardapolvo gris, con las manos tomadas detrás, en actitud vigilante. Me mira y no dice nada. Lo creo un celador –lo era, pero no de colegio, lo entiendo después-. Postergo preguntarle por el tema estacionamiento para ir a lavarme. Junto a una de las canillas hay un surtidor de jabón líquido y elijo ésa. Pero el jabón sale dificultosamente, como coagulado, como si hiciese mucho que no se usa. Advierto que alguien se ha puesto a mi lado cuando me comenta: "Parece chicle, ¿no?". El recién llegado tiene un aspecto fascineroso. Apenas asiento con cortesía y me higienizo con rapidez.
Sin embargo, el tipo se me pega, me toma confianzudamente del hombro, me da charla. El celador se acerca y le advierte: "Más vale que mañana no falte ningún libro de la biblioteca". Caigo en la cuenta de los roles: guardiacárcel y preso. "Preso no", me corrige el fascineroso como si me hubiese leído el pensamiento. "Desde mañana, nos socializamos", me aclara. No entiendo y pregunto: "¿Los excarcelan por el virus?". "No –contesta-, socializamos la prisión, la convertimos en comunista".

miércoles, 6 de mayo de 2020

MISIÓN

Lo de visitar el kiosco "Ramón", el segundo, el nuevo, el de la calle Brown, una de las dos paralelas a la principal, la Justa Lima, donde estaba el antiguo, pero no tan comercial –a la Brown, me refiero- como la otra paralela, la 19 de Marzo, que es el día del cumpleaños de Zárate... lo de visitarlo después de tantas décadas, decía, debe ser porque con la cuarentena me vengo levantando tarde, y eso me da un poco de culpa. Como cuando en el invierno yo le aseguraba a mi viejo que iba a ir a abrir temprano, que no se preocupase, que se quedase en la cama, que no tomara frío, y él aparecía igual a eso de las once de la mañana, todo emponchado, más poncho que humanidad, pobre, con la gorrita de vasco encasquetada, cubriendo su pelambre rala pero uniforme, nunca se quedó pelado mi viejo, en eso salgo a él, hasta ahora por lo menos... aparecía, digo, y lo primero que hacía, ostensiblemente, era ir atrás del local y tocar la pava que estaba sobre el calentadorcito eléctrico, y no decía nada, pero yo sabía que ese gesto era incriminatorio, equivalía a un "abriste tarde", porque la pava aún conservaba el calor del agua para el té con el que yo acababa de desayunar. Aunque no siempre desayunaba en el kiosco. A veces lo esperaba a Kalejman y nos íbamos a El Nuevo Piemonte, que quedaba a la vuelta, y nos mandábamos sendos cafés dobles, señores cafés dobles, no las míseras tazas de ahora, con señoras medialunas, no las pegajosidades actuales. Nos turnábamos para invitar. Cuando le tocaba pagar a él, yo hacía el gag de pedir, en vez de medialunas, un pebete de crudo, queso, tomate y huevo. Él ponía el grito en el cielo- expresión que quizá ya no se utilice, y que significa que alguien protesta airadamente, no que clama a Dios... a Jehová sería en el caso porque Bernardo "Coco" Kalejman era judío-. Yo lo calmaba de inmediato diciéndole que pagaríamos a medias, lo cual era tramposo de mi parte, porque mi consumo resultaba mucho más caro que el suyo. Pero él aceptaba, desmintiendo arquetipias sobre las particularidades de las razas. "Coco" Kalejman era un hombrote bueno y generoso. Volviendo a mi pedido... El pebete de crudo, queso, tomate y huevo es mi sándwich preferido desde siempre, al punto que puedo recitarlo de corrido, lo que hace que a menudo la moza o el mozo me pidan que les repita algún ingrediente. En las oportunidades que me da antojo de especial de crudo y queso -o de salame y queso- realizo la aclaración expresa que unten el pan con manteca, que no deben cometer el pecado de ponerle mayonesa, la cual debe reservarse sólo para el jamón cocido. Pero el pebete de crudo, queso, tomate y huevo, aunque lleve crudo, constituye una excepción por sus demás ingredientes y acepta la mayonesa. La cuestión que una mañana, en El Nuevo Piamonte, desayunando con "Coco" Kalejman, abro el pebete para untarlo con el sachecito de mayonesa (siempre del lado del tomate debe hacerse, nunca del jamón), y me encuentro coqueteando a un gusano verde. Andá a saber de cuándo era ese pebete que –en ese momento recién me di cuenta- estaba durísimo. Si bien pidieron las disculpas del caso, El Nuevo Piamonte por esa época ya estaba en decadencia y al poco tiempo cerró. La decadencia de kiosco Ramón tampoco tardó en acaecer y a partir de allí pocas veces más me crucé con "Coco" Kalejman, que era –no lo mencioné aún- proveedor mayorista de golosinas y afines. Al principio, exclusivo de Arcor. Pero Arcor, cuando arrancó, se trataba de una empresa que pretendía exclusividad, un determinado volumen de ventas, los camiones pintados con sus logos, un montón de requisitos que te convertían en empleado de ellos sin sueldo, una especie de franquicia ambulante cuando las franquicias apenas empezaban a asomar en la Argentina. Todo a cambio de precio solamente, porque ni siquiera tenían publicidad, sólo la imitación, bastante más barata, de otras marcas. Por ejemplo Billiken hacía las gomitas ídem, Arcor te sacaba las Mogul, Terrabusi lanzaba la Kremokoa, al rato tenías la sucedánea económica de Arcor. "Coco" terminó abriéndose de Arcor y comerciando de todo. Y Arcor también, de contrabando. Pero me fuí por las ramas... Resulta que anoche llegaba "Coco" una mañana a levantar pedidos al kiosco, y yo no estaba al tanto del movimiento, hacía mucho que no iba, como las otras noches que mi viejo me había dejado atendiendo y yo no tenía ni puta idea de los precios, no sabía qué cobrar, no había nada marcado, y los clientes se impacientaban... Pero anoche –de mañana- llegaba "Coco" y yo veía el kiosco bastante bien surtido, había cajas encima de los estantes. Ahora cuando las iba a revisar, me encontraba que estaban vacías o con mercadería no de kiosco, como bolsas de alimento para gatos, y ahí me daba cuenta que mi viejo ya estaba viejo y le vendían cualquier cosa. Como las veces que le encajaban billetes falsos, o le hacían el cuento del tío, o lo afanaban, lo veían viejito, pobre papá... me daba cuenta, concluyo, que era hora de cerrar para siempre kiosco Ramón.
Se lo decía a "Coco" y entonces el me proponía participar de un encargo que le habían hecho y que pagaban bien. No me daba demasiados detalles, sólo un lugar de cita nocturna y un tanto furtiva. Yo aceptaba.
Nos encontrábamos cerca de media noche en un antiguo barrio porteño, una esquina que podría ser de Boedo o de Balvanera, frente en ochava, caserón de dos pisos, ventanal con rejas. Nadie en la calle, nosotros y la luna solamente.
Subimos a la terraza y allí nos esperaba un extraterrestre con forma de perro, pero de chapa, con un tambor como cuerpo, un cono en la cabeza y cuatro finos cilindros a manera de patas. No recuerdo si tenía cola. Algo así como el hombre de hojalata de El Mago de Oz o el hombre cúbico de Trescientos Millones, pero en perro. Había otros perros –de verdad- echados en la terraza, apartados, expectantes, que lo miraban feo.
El perro extraterrestre de hojalata le daba las instrucciones de la misión a "Coco", porque yo no entendía su idioma. No sé si por ser de otro planeta o porque hablaba yiddish. Mucho no le tengo tomado el sonido al yiddish. Uno puede no conocer ni una palabra de italiano y sin embargo enseguida te das cuenta cuando lo hablan. No me pasa en absoluto con el yiddish, así que es muy posible que fuese yiddish... porque desde cuándo "Coco" Kalejman iba a hablar extraterrestre, me pregunto?
Cuando salimos me explica que tenemos que ir a esperar a unos tipos en un kiosco de revistas que estaba por ahí cerca. Le expreso mis dudas que a tan altas horas de la noche hubiese algo abierto en ese barrio, mucho menos un kiosco de revistas. Pero había. Y muy bien iluminado, aunque sin nadie que lo atendiese. En el revistero advierto una Andanzas de Patoruzú de las buenas épocas, de numeración baja, que yo no tengo. Rarísimo. Me pasa a menudo encontrarme kioscos con Andanzas que me faltan, cuando en realidad no me falta ningún número, las tengo todas hasta el doscientos. Sin embargo las de esos kioscos tienen tapas que nunca vi siquiera y que son mucho más atractivas que las mías, como ésta. Estoy por buscar al kiosquero para preguntar a cuánto tiene ese ejemplar, cuando aparecen los dos tipos que esperábamos. Enormes, oscuros.
Me tranquiliza que "Coco" Kalejman sea tan grandote como ellos.
Partimos todos juntos a cumplir con la misión.