sábado, 9 de mayo de 2020

CUARENTENA (IV): KAFKA

Nunca me llevé bien con las maestras. Mis hijas han sufrido en carne propia esa animadversión, pobres.
En la secundaria, el Castillo (así se le llamaba a la hermosa casona situada frente a la escalera de la barranca, en Zárate) albergaba al BOD, o sea Bachiller con Orientación Docente, de mañana, y a la tarde funcionaba como escuela primaria.
Es curiosa, pienso ahora, la contradicción que parece surgir entre orientación docente y odiar al magisterio. Pero no había tal. Elegí el BOD por el mayor contenido literario, en oposición a las ciencias duras que predominaban en las otras opciones, que creo eran medicina y física, porque la fábrica de contadores pertenecía al Comercial, por el que se optaba al arrancar el secundario y no al finalizar tercero como en mi caso.
Vuelvo al Castillo. Yo les dejaba mensajes en mi banco –el bancomóvil, un pupitre de hierro y madera, no aferrado al piso, ubicado al fondo del salón, que iba desplazando cerca de una/o u otra/o compañera/ro , cuando la clase me aburría, y el profesor escribía en el pizarrón... al darse vuelta y advertirme, más de uno me miraba desconcertado, como si su memoria le hubiese jugado una mala pasada- les dejaba mensajes, decía, a los pibes de la tarde, tallados con lapicera en la tabla del pupitre, tipo: "chicos, libérense de la tiranía de sus maestras". Lo hice bastante tiempo, al punto que los graffitis prácticamente cubrían toda la superficie.
Se ve que una yegua de la tarde lo advirtió –o algún pendejito alcahuete le buchoneó- y pidió que se identificara al alumno que ocupaba ese banco en la mañana. El castigo, aparte de las amonestaciones que se iban sumando y que siempre me hacían terminar el año al borde de la expulsión, fue quedarme después de hora a limpiarlo con lija.
Pero no radicó ahí lo humillante, sino en la interpretación que se le dio al suceso. Se menospreció mi batalla contra las educadoras explicándola en la influencia ejercida por una nota que publicó por ese entonces la revista Satiricón. Se trataba del número 7, con la extraordinaria tapa de mayo del '73, que bajo el título destacado de "El sol del 25 viene asomando", mostraba a un Lanusse que se hundía en procelosas aguas mientras amanecía un Perón resplandeciente. Una maravilla del mejor Cascioli. La nota de marras también se mencionaba en primer término de portada: " LAS MAESTRAS: castradoras de guardapolvo blanco".
Yo había leído esa nota, por supuesto. Desde unos meses antes, compraba Satiricón. Acompañando a mi tía al médico a Capital, la descubrí por primera vez en un kiosco de Retiro y me deslumbró. Pero el líbelo contra las maestras sólo vino a reafirmarme en un antiguo encono que yo tenía contra el gremio, y que databa de segundo o tercer grado, cuando me tocó en suerte una "señorita" que me odiaba, vaya a saber por qué. Supongo porque yo era contestador de chiquito. Me decía mirándome a los ojos: "qué cínico que sos". Una vez me mandó a hacer cien redacciones como castigo. Argumenté que mis padres no tenían plata para comprarme un cuaderno con el cual cumplir esa penitencia. La familia de ella era dueña de un comercio tipo multirubro (bazar, librería) en el que vendían cuadernos. Me mandó allí a buscar uno gratuito. Me lo dio en mano. El cuaderno -lo juro- traía un moco pegado en la tapa. Años después, ya en séptimo, la docente Nelly Durante de Leone, una señora tan imponente como su nombre, nos azuzaba contra una colega con la que se enredaba permanentemente en puteríos. A tal punto nos contagió su odio que fuimos, con otros compañeros, a apedrear la casa de la rival. En esa proeza me corté la palma de la mano con el borde de un tapial de chapa. Todavía conservo la cicatriz. Dos formidables yeguas, que pongo apenas a modo de botón de muestra, y que corroboran, en contra de la opinión de las autoridades del Colegio Nacional Zárate, que mi animadversión era muy anterior al susodicho opúsculo. Desde muy temprano en la vida me ofendió profundamente que menospreciaran mi inteligencia, atribuyendo mis ideas a influjos ajenos.
El extenso prólogo viene a cuento de que esta tarde tuve un amable encuentro con una maestra. No recuerdo el tema que nos ocupaba, pero sí sé que me llamó la atención el cordial fluir de la charla. Tanto que olvidé preguntarle si se podía estacionar ahí, en el segundo nivel del edificio, a cielo abierto, a metros del salón de clases, en ese barrio de Capital donde había dejado el auto. Cada vez que voy a Capital tengo dudas de dónde se puede y dónde no, porque los indicadores nunca son claros, creo que a propósito, para encajarte la multa. Suponía que con la cuarentena no iban a andar los agentes de tránsito, pero igual... no quería correr el riesgo de encontrarme con que al auto lo había levantado la grúa. Hoy en día se torna difícil volver a casa, como en la novela de Dal Masseto.
No me animaba a interrumpir la clase que acababa de retomar la señorita, la podía ver por la ventanita de la puerta del salón muy concentrada en la revisión de los cuadernos que le presentaban sus alumnitos, pero no había nadie más en los alrededores. No quedaba otra...
Cuando ya me decidía a golpear, sube agitada por la escalera una mujer, seguida de un enfermero. Los voy a abordar, pero me apartan, recriminándome que estuviese allí en plena cuarentena y entran presurosos a una piecita enfrentada al aula. No tardan nada en salir, cargando en una rudimentaria camilla de campaña, de ésas que se toman de las varillas, un cuerpo enjuto, como de anciano se me ocurre, tapado por una sábana. Pienso en el peligro de contagio, pero descarto que se trate del virus dado que ninguno de los trabajadores de la salud lleva barbijo. Bajan con el cuerpo. Especulo que aún vivo, de lo contrario no se explicaría la premura.
Sigo sus pasos por la escalera, y noto en las barandas y escalones abundante polvo blanco, que se me ocurre talco. Imagino que puede ser una nueva forma de desinfectante, pero me resulta dudoso, de modo que no bien llego al piso inferior, busco un baño donde lavarme las manos. Curiosamente aparecen muchas canillas antiguas, el lugar es un patio interno al que dan múltiples habitáculos, entre ellos el de las canillas. En el centro del patio se encuentra parado un hombre flaco, morocho, de pómulos hundidos, que viste guardapolvo gris, con las manos tomadas detrás, en actitud vigilante. Me mira y no dice nada. Lo creo un celador –lo era, pero no de colegio, lo entiendo después-. Postergo preguntarle por el tema estacionamiento para ir a lavarme. Junto a una de las canillas hay un surtidor de jabón líquido y elijo ésa. Pero el jabón sale dificultosamente, como coagulado, como si hiciese mucho que no se usa. Advierto que alguien se ha puesto a mi lado cuando me comenta: "Parece chicle, ¿no?". El recién llegado tiene un aspecto fascineroso. Apenas asiento con cortesía y me higienizo con rapidez.
Sin embargo, el tipo se me pega, me toma confianzudamente del hombro, me da charla. El celador se acerca y le advierte: "Más vale que mañana no falte ningún libro de la biblioteca". Caigo en la cuenta de los roles: guardiacárcel y preso. "Preso no", me corrige el fascineroso como si me hubiese leído el pensamiento. "Desde mañana, nos socializamos", me aclara. No entiendo y pregunto: "¿Los excarcelan por el virus?". "No –contesta-, socializamos la prisión, la convertimos en comunista".

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