Me encontraba en la calle, delante de la entrada de una terminal de ómnibus. Se me había desprendido el pantalón y me acostaba en la vereda para abrochármelo, en una actitud que yo mismo reputaba indecorosa. Abocado a la tarea, que no resultaba fácil, veía y escuchaba a un colectivero -desde dentro de la terminal- explicando a un grupo de pasajeros el por qué un coche había atropellado a una persona, al hacer marcha atrás. Atribuía la culpa a la imprudencia de la víctima. Yo recordaba que un par de días antes había oído exactamente la misma explicación sobre un hecho similar. Concluía entonces que sucedía con frecuencia y que los colectiveros tenían un discursito armado para deslindar responsabilidades. A unos metros de donde me hallaba tirado en el piso, una pareja mayor sentada en un banco hablaba con otro señor mayor, parado junto a ella. Al principio parecía una conversación normal, pero de pronto el que estaba parado empieza a gritar "ladrones, son todos unos ladrones!", y se lanza furioso contra los transeúntes. Venía en mi dirección, y yo calculaba que en esa postura de indefensión, iba a ser presa fácil de su furia. Pero no... se agacha y empieza a hacerme cosquillas, mientras dice graciosamente: "piquipiquipiquipiqui..."
sábado, 23 de junio de 2018
miércoles, 20 de junio de 2018
CAMBIO, CAMBIO... (2)
Debía pagar en el restaurante. Entregaba un billete de mil para una consumición inferior a doscientos. El mozo me devolvía de cambio unas monedas grandes y triangulares, con extraños dibujos en el centro. También unos tarjetones animados de Patoruzú que me llamaban la atención. "Le gustan? Se los doy todos. Son publicidades de otro restaurante" -me dice, y amaga irse. Lo detengo y le aclaro que falta bastante para el vuelto de mil. El mozo se sienta a la mesa y se dispone a explicarme...
miércoles, 6 de junio de 2018
FANTASMA
(para Moni, mi amor, con quien a veces miramos televisión)
Soy lo que usted llamaría un fantasma. Claro que hay diferencias entre lo que soy y lo que usted debe creer que es un fantasma. Empecemos por la similitud: usted no me ve. Sólo escucha mi voz resonando en su cabeza. Sin embargo, yo sí me veo. Le aclaro… no llevo un sudario. Tampoco luzco melena desgreñada, ni uñas crecidas, ni rostro cadavérico. Ni cuelgan partes de mis carnes desprendidas, lo que me asemejaría más a un resucitado. Nada de
eso. Conservo más o menos el mismo aspecto
de poco antes de morir, quizá algo más pálido. Apenas. Ningún deterioro
evidente. Mi muerte no fue traumática, producto de una larga agonía o un accidente
fatal. Se paró mi corazón una noche, ya hace largo tiempo, mientras dormía. Un final benigno, que agradezco. Al otro día me levanté, como todos los
días, para venir a trabajar. Cuando voy a saludar a mi madre, la encuentro llorando. Le pregunté qué le ocurría y me
ignoró. Fue a abrazarse con una vecina, mientras repetía “se me fue, mi hijito se
me fue”. Tardé un rato en entender que
se refería a mí, a pesar que no había
otra posibilidad, ya que soy hijo único.
Preferí no asistir a mi velatorio. En ocasiones me
arrepiento de no haberlo hecho. Aunque creo que estuvo bien. Ni habrá ido demasiada gente, ni se me debe haber llorado tanto. Salvo mi madre, pobre. Conservó
la tristeza durante años. Me quedaba con frecuencia a su lado, acompañándola
sin que lo supiese. Solía hablar conmigo. No conmigo, como fantasma. Conmigo en su imaginación,
quiero decir.
A veces me reprochaba que la
hubiese dejado sola. Otras me preguntaba si estaba bien la temperatura del
mate, o si quería que cambiase la yerba. Preparaba el almuerzo para ella y lo servía en dos platos. Al acabar el
suyo, me preguntaba si no tenía más apetito. Entonces, tomaba el mío, y comía
la otra porción, suspirando.
La muerte de nuestro pajarito fue
el golpe que terminó por derrumbarla. Después de dos mañanas sin que la
despertasen sus trinos, decidió quedarse en la cama para siempre.
Debo confesar que al principio me
alegró su muerte. Pensé que nos íbamos a reencontrar como espectros. No fue
así.
Me costó aceptar que los
fantasmas anduviésemos cada uno por su lado, sin que se nos permitiera
comunicarnos. La religión propone que corremos distintas suertes, luego de morir. Que unos
quedamos en eso que se conoce como limbo, una especie de tierra de nadie, y
otros marchan a su destino definitivo, sea
lo que llaman cielo o infierno. Opinaba que no debía ser así, porque en estas décadas jamás me había cruzado con otro de mi misma condición. Hasta
ahora…
La casa familiar fue a parar a
manos de una prima ya mayor. La alquilaba por temporadas. Resultaba molesto
convivir (sé que no suena adecuado el término, pero es la forma en que lo sentía) con
desconocidos. Después del fallecimiento de mi prima, quedó deshabitada. Supongo que
ella nunca hizo los trámites legales para adquirir la titularidad, y ahora es
de nadie, porque ni siquiera dejó descendencia. Un día, supongo, vendrá una
topadora y la tirará abajo. O se derrumbará sola. Al menos, por el momento, a
nadie se le ocurrió ocuparla. Aunque suelo ver algún objeto cambiado de lugar.
Cada tanto vuelvo a pasar la noche en esas ruinas. Por nostalgia, y para
vigilar además. Hay humedad, vidrios de ventanas que se rompieron,
pululan las alimañas. Por suerte nada de eso afecta a un fantasma. Al menos no físicamente, sí en lo anímico. Esa
es la razón de que vuelva poco, y la mayoría de las noches las pase en esta
oficina.
Cuando duermo en mi casa, repito
la rutina que hacía en vida. Me levanto, me aseo, me preparo un desayuno que no
tomo, ya que si lo hiciese se derramaría en el piso. Actos inútiles, claro. Vengo
caminando al trabajo -ya no me urge el horario- y abro con mi llave. Eso si no hay nadie a la vista. No quisiera asustar a la gente con una puerta que se
abre sola. De haber ocasionales transeúntes, espero que se alejen, o simplemente
traspongo las paredes. Que ahí sí me asemejo a la idea que se tiene de los
fantasmas. Hago poco uso de ese don llamado intangibilidad (no conocía la
palabra, la averigüé, en mi estado uno tiene tiempo de sobra para ocuparse de
cuestiones insignificantes). Prefiero actuar como un ser humano normal. No me es
fácil asumirme como fantasma, a pesar del tiempo transcurrido.
En mi oficina ya estaba solo
desde mucho antes de morir. Tuve un ayudante, pero se fue en busca de mejores horizontes y nunca lo reemplazaron. No lo
extrañé porque era un muchacho taciturno, hablaba poco. Ahora sí me gustaría
que estuviese, aunque el contacto fuese nulo.
Creo que ver a alguien moverse a mi alrededor me distraería un poco de esta
tristeza de fantasma.
Usted se preguntará por qué no me
mezclo con la gente, entro en alguna casa, curioseo las vidas ajenas. Lo experimenté una que otra vez. Pero me da pudor. No está bien ser testigo de actos que
los demás creen privados. A mí no me hubiese gustado que me sucediese estando vivo,
y creo que a usted le ocurriría lo mismo.
Mi única distracción es el
trabajo. Un trabajo que ya no existe. A mi muerte cerraron el local. Quizá lo
mantenían abierto sólo para no despedirme. Ya entraban pocas cartas,
entonces. Imagínese ahora.
Yo era el jefe de la oficina de
cartas muertas del correo. Se le llamaban cartas muertas a aquéllas que no
habiéndose encontrado al destinatario se intentaban devolver al remitente, y a éste tampoco se lo hallaba en el lugar
de envío. Puede parecer extraño no ubicar
ni a uno ni a otro, sin embargo sucedía con frecuencia. Razones? Las principales:
a) direcciones mal puestas o ilegibles; b) movilidad de las personas. Hay gente
que cambia de vivienda como de camisa. O que vive de hotel en hotel,
recorriendo el mundo, y desde allí envía (enviaba) cartas y/o pretendía
recibirlas. Viajaban más rápido que el correo, que siempre fue lento, hay que
reconocerlo.
Me sucedió una vez que mi mamá
fue a quedarse unos días en lo de esta prima que le hablé, que era de otra
provincia. No bien llegó me mandó una postal (con un paisaje muy bonito de
sierras nevadas… aunque ella viajó en verano). Resulta que mi mamá estuvo de
vuelta antes que yo recibiese la postal. Nos reímos los dos. Hacíamos la broma
que esa postal, de no haber estado yo en casa para recibirla, y de haber sido
devuelta a la dirección de mi prima, y de mi prima rechazarla, podría haber ido
a parar a mi oficina. Igual, de forma alambicada, hubiese llegado a destino.
Nos causaba gracia esa paradoja.
Así como creo que mi casa un
día será tirada abajo, imagino que en algún momento la Comuna advertirá esta
oficina sin uso y le dará un destino. O simplemente la pondrá en venta, porque
es muy chica para lo grande que se ha vuelto la burocracia. Y entonces,
me habré quedado definitivamente sin hogar y sin trabajo y seré un fantasma
errabundo. Estaré más triste que ahora.
Mejor no pienso en eso y me explayo sobre mi tarea. Consistía en abrir las cartas y leerlas para rastrear indicios que permitiesen localizar al destinatario o al
remitente. Al principio, me asaltaba de tanto en tanto ese prurito del que le
hablé, de andar inmiscuyéndome en las vidas ajenas. Claro que con un propósito
altruista en el caso.
Porque imagínese que usted envía una carta (ya no, pero en épocas anteriores imagínelo) y no recibe respuesta.
Espera un tiempo prudencial y manda una segunda. Y otra más. Finalmente, puede llegar a concluir
que no quieren contestarle. Que el destinatario está disgustado por algo que usted
escribió, o que desea borrarlo de su vida por equis motivo… O puede
sospechar lo peor.
Yo contribuía a que eso no ocurriese. A que no se rompiesen lazos
humanos, por meras suposiciones, basadas en el desconocimiento del hecho fortuito, fuera el que fuese. En ocasiones, un dato concreto en el contenido de la carta, permitía que felizmente
hallara al destinatario o al remitente. Yo ejercía muy a consciencia mi trabajo.
Hacía llamadas telefónicas, guía en mano, a localidades lejanas, en pos de la
búsqueda. Más de una vez, mis superiores
me reprendieron por el costo de las llamadas de larga distancia. Pero
en general, dejaban rienda suelta a mi iniciativa, porque veían los resultados
positivos.
Varias personas me han telefoneado o
me han escrito para agradecerme. Ellos también se tomaban la molestia de rastrearme,
porque mi labor detectivesca era anónima. Son esas pequeñas gratificaciones que
van más allá de la paga. Un sueldo siempre modesto, hay que decirlo, que alcanzaba
para que viviésemos con un mínimo decoro, mamá y yo.
Ahora trabajo gratis. Ya no tengo
necesidad material alguna y puedo darme el lujo de hacerlo. Si bien no se me ve
ni se me oye, y soy de sustancia vaporosa, conservo la facultad de manipular
objetos, de escribir en un papel, como lo estoy haciendo en este instante.
Claro que mi dedicación no rinde
los mismos frutos que otrora. Hurgo en epístolas muy antiguas, archivadas después
de haber intentado lo imposible por encontrar en ellas una mínima pista. Las releo
una y otra vez, tratando que el conocimiento de su contenido no me impida
advertir un detalle antes pasado por alto. Suelo, sí, descubrir sentidos
nuevos. Párrafos que se me develan o se me tornan misteriosos de repente. Pero
ningún dato de paraderos.
Y aun cuando lo obtuviese… ¿estarían vivos los que escribieron o iban a recibir esas líneas?
Quizá lea cartas de otros
fantasmas. De quienes como yo, ya no son.
Y efectivamente… un acontecimiento extraño sucedió
hace unos días.
Alguien, a media mañana, deslizó
por debajo de la puerta un sobre.
Salí de inmediato a la calle
haciendo uso de mi don de intangibilidad. No es éste un barrio muy transitado,
pero suelen pasar vecinas con la bolsa de las compras, o jubilados que
van a leer el diario a la placita de acá dos cuadras. Ese día no
había nadie, ni a diestra ni a siniestra. La oficina está situada a mitad de cuadra, de modo que tendría que
haber visto al remitente. Aun así, corrí hasta una y otra esquina. Las calles desiertas.
Entré, desconcertado, recogí el
sobre, lo abrí, leí la carta:
“Estimado amigo: vivo en la casa
de enfrente desde hace noventa años. En realidad viví –en el sentido estricto de la palabra- cincuenta.
Los restantes, la habito en calidad de espíritu, puesto que fallecí a esa edad prematura.
Veo transcurrir la vida que ya no tengo detrás de la ventana. He notado que la puerta
de esa oficina se abre y se cierra sola a veces. Entiendo que una ¿persona? similar a mí suele ingresar allí. No imagino otra explicación. ¿Es usted un fantasma, como yo? De ser así,
entiendo también que no podemos vernos. Pero quizá acepte usted que nos escribamos… Me siento muy sola. Afectuosamente, su vecina”
Sensaciones olvidadas me
invadieron. Parecidas a la alegría, a la emoción.
¡Existían otros espectros! Y
había un medio de comunicarnos.
De golpe, me sobrevino la idea que
podía ser una broma cruel. Decidí arrancar de raíz esa duda. A esta
altura de la muerte una ilusión vana no haría más que acentuar mi tristeza.
Urdí un plan para cerciorarme. Tomé
un sobre, metí dentro una hoja en blanco, lo cerré. Crucé enfrente, lo deslicé
por debajo de la puerta y acto seguido traspuse rápidamente el muro.
La casa estaba deshabitada, en penumbras. Se vislumbraban los muebles cubiertos con fundas, el polvo, el moho, las telarañas. Así y todo se conservaba en mejor estado que la mía. Era una construcción noble, señorial. Mi vivienda,
en contraste, daba la impresión de pobreza extrema .
Divisé en el umbral lo blanco
del sobre. Fijé mi atención en él. A los pocos minutos vi cómo se elevaba en el
aire, se rasgaba, salía de su interior la hoja, se desplegaba… y quedaba ahí,
en suspenso.
¡No se trataba de una broma!
Imaginé el rostro de mi congénere intentando comprender el significado de la hoja en blanco.
Pero no podía detenerme más
tiempo en ese lugar. Ya habría ocasión de contestarle su carta. Me urgía llegar a mi
casa.
Si existen otros fantasmas que no
puedo ver -al igual que los mortales,
que no pueden vernos a nosotros- mi madre podría encontrarse vagando por nuestras habitaciones vacías en ese mismo momento. ¡Era probable que luego
de su muerte nos hayamos cruzado cotidianamente, sin saberlo!
Ahora había descubierto la forma
de comunicarme con ella. Bastaba con dejar una nota en la mesa de la cocina.
Entré, tomé papel y lápiz,
escribí con letra temblorosa: “Estoy acá, mamá querida, aunque no podamos
vernos”. Puse la esquela debajo de la frutera que oficiaba de centro de mesa, y me senté a esperar.
Pasaron las horas y la nota
seguía allí. Me insuflaba ánimo: "quizá mamá ande de recorrida por el
barrio para distraerse... seguramente regresará al atardecer".
Me quedé dormido.
Cuando desperté era noche
cerrada. La oscuridad lo invadía todo. Abrí una persiana. A la luz de la luna
comprobé que mi mensaje había desaparecido.
Volví a sentir la alegría
olvidada, pero con mucha más intensidad.
Duró muy poco. Junto a mi pié, en
el piso, advertí el papel estrujado.
Se me había borrado por completo
de la memoria que mamá, pobre, era analfabeta.
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