martes, 29 de noviembre de 2022

CORTANDO EL CÉSPED TEMPRANITO

Tenía la llave de esa casa que no pisaba en décadas y se me ocurrió ir a cortar el pasto. Ocurrencia descabellada, por supuesto, en tanto la casa no era mía sino de una novia perdida en la neblina de los tiempos. La llave, sin embargo, funcionaba. Accedí por un pasillo lateral al patio, encontré la cortadora de césped donde de costumbre se guardaba, y comencé la tarea. Era muy temprano y la madre de mi antigua novia dormía con la ventana abierta, la noche había sido bochornosa. El ruido de la máquina era suave, no alcanzaba para que se despierte. Pero una torpeza mía, el choque con una maceta, le provocó un sobresalto en la cama. Me inmovilicé y fue en ese instante que caí en la cuenta del desatino de una visita si bien no furtiva, al menos desubicada. La buena señora pareció seguir con su sueño, pero no. Pasa a menudo que creemos poder retomarlo hasta aceptar que estamos irremediablemente despiertos. La madre de mi ex novia se incorporó en la cama y me miró sorprendida. No había cambiado en nada. Yo sí. Me pregunté si me reconocería. Preferí no esperar y presentarme. -¿Se acuerda de mí? Yo era novio de su hija hace años y se me dió por venir a cortar el pasto. Mientras daba tal explicación, me escuchaba como si fuese ella y la sentía absurda. La mujer no dijo nada. Me miró un instante más, inexpresiva, y salió de la habitación. "Quizá piensa que es un sueño", pensé. Dí por terminada la tarea. Reparé que en la mesita del patio quedaban restos de comida. Seguramente la cena de la noche anterior, celebrada al aire libre por el calor. Me senté a comer, tenía hambre. Ahí reparé que la señora había ido a buscar a su hija -la hermana de mi ex novia, que también seguía igual- y que ambas me miraban desde la puerta balcón del living. Saludé a mi frustrada cuñada, avanzando hacia la casa e intentando nuevas explicaciones. Me frenaron ambas con la mano, en un gesto que se podría traducir como "tranquilo, no hay problema", pero que revelaba una profunda inquietud. Desaparecieron de mi vista. Entendí que era momento de irme de allí. El pasillo lateral ya no estaba y no había otra posibilidad de salir que no fuese atravesando la casa, lo cual era riesgoso. A esta altura todo indicaba que me veían como un intruso. Cuando me acercaba a la puerta balcón para emprender la retirada, apareció impidiéndome el paso el varón de la familia, el hermano de mi ex novia -el padre y la madre se habían separado- con una máscara de zorro que no me impedía reconocerlo. Me apuntaba con una escopeta. Supe que sabía que estaba en todo su derecho de matarme ahí mismo, sin que las consecuencias penales fueran graves. Supe además que la máscara cumplía el propósito que no me llevase su rostro, como última imagen, al más allá.

domingo, 11 de septiembre de 2022

MAGNICIDAS

Fernando Sabag Montiel y Brenda Uliarte llegaban al departamento de calle 50. Algún difuso parentesco con la familia de mi mujer hacía que nos visitaran. Él comenzaba a indagarme sobre el comportamiento de mi gata. Aunque intuía adonde apuntaba, le respondí. En efecto, intentaba darme instrucciones de cómo tratarla. Lo corté en seco. Detesto que se metan en mis asuntos. No obstante eso, su pareja insistió. Fui más tajante aún con la respuesta. Mónica me reprochó mi descortesía, lo que hizo que yo pegara un portazo. Salí a la calle con el propósito de denunciar al dúo magnicida. Intenté cortar camino hacia la central de policía por un paseo de compras. Pero llegado a un punto me dí cuenta que había perdido el rumbo. Le pregunté a un muchacho para dónde quedaba la central. Me invitó a tomar el ascensor junto con él, ya que justo iba allí a renovar el carnet de conducir. Entendí que no hablábamos de lo mismo. 

MONEDAS DE 25

Al igual que a Pedro Páramo las ánimas no me asustan ni me angustian. Me acompañan, dialogo con ellas.

La de mi tío Emilio, por ejemplo.

Tío Emilio era el más bajito de mis tíos. Encima de viejo se encorvó y usaba bastón. Prefería mirar para abajo, supongo que por –o para- estar más cerca del suelo que del cielo. Así encontraba objetos que guardaba. El cajón de su mesa de luz rebosaba  de medallitas, monedas antiguas, chucherías. Hasta una Biblia deshojada en miniatura había. Entre los tantos miembros de mi familia que suelen caminar a la par conmigo, hoy le tocó a Tío Emilio.

En el parque San Martín, hace un rato, me susurró que mirase la arenilla, justo cuando estaba a punto de pisar una caracola pequeñita, que milagrosamente había permanecido indemne vaya a saber durante cuánto tiempo. La levanté, por supuesto.

Un poco más adelante, Tío Emilio me sugirió que cruzara a una vereda por la que nunca paso. Un tipo se ocupaba en sacar libros a la calle y dejarlos junto a bolsas de basura. No necesitaba su permiso para revisar, por supuesto, pero igual se lo pedí. Y de paso le pregunté si no tenía revistas. Arrancó la respuesta con que ya había regalado un montón de cosas. Me preparé para la habitual decepción del coleccionista que llega tarde, pero no. Revistas no tenía ni había tenido. Me puse a revisar las pilas de libros.  Todo indicaba que habían pertenecido a una mujer de mi generación, probablemente la madre del tipo, que tendría unos cuarenta y pico, o sea podría ser perfectamente mi hijo. Una gran lectora, sin duda, aunque sin refinamiento. La mayoría de los títulos eran bestsellers de entre los '70 y los '90, aproximadamente. Me alegré de no tener que cirujearlos, porque me hallo en el proceso inverso, el de desacumulación.

Sin embargo, aún siendo poco cultivada, me daba tristeza que el alma de esa coetánea terminara así, cruelmente tirada a la calle. Decidí entonces elegir  unos pocos libros y ahí es donde apareció Tía Lola para guiarme.

De pibe tenía perfectamente localizado el cajón del enorme ropero donde Tía Lola guardaba su monedero conteniendo  una impresionante cantidad de monedas de 25. En un período extenso  de los '60 esas monedas conservaron  gran poder adquisitivo. Un día me dije que Tía Lola no notaría la falta de un puñado de ellas.

Deambulé durante horas con las monedas en los bolsillos de mis pantalones cortos. Excedían bastante el valor de las revistas de historietas. Podría haberme comprado unas veinte o treinta y hubiese  llamado la atención. Pensé en un libro. Me paré en la vidriera de una librería donde se exhibían los de Iridium y Billiken. Ya había leído para el colegio, con gran interés, novelas compendiadas como Ben Hur o Ivanhoe en la Colección  Iridium, y Corazón o La Isla del Tesoro, en la Biblioteca Billiken.

Pero me debe haber ganado el concepto de pecado que inculcaban en el catecismo. Volví, me presenté ante mi tía, confesé mi falta y devolví el botín intacto. Tía Lola estaba desconcertada. Balbuceó que le parecía que le faltaban monedas, y como de costumbre, consultó con Tío Emilo (porque estaba cerca, podía haber sido cualquiera de mis otros tíos, ella nunca tomaba una decisión por sí misma): "¡Ay, Emilio! ¿Qué vamos a hacer con este chico?". Es como si la estuviese oyendo. Era una frase habitual en ella, en los largos períodos en que quedaba a su custodia, cuando mi vieja estaba a su vez cuidando a papá en sus frecuentes internaciones. Tío Emilio argumentó en mi favor, dado que había demostrado arrepentimiento, y la cosa quedó ahí.

Ahora bien... resulta que esta alma arrojada a la vereda, había conservado títulos de Iridium y Biiliken, seguramente leídos, al igual que yo, en su infancia.

Hoy, casi seis décadas después,  Tía Lola me devolvió  las monedas y me dijo: "Andá, compráte esos libros que a vos  te gustan".

domingo, 21 de agosto de 2022

LA EDAD AVANZADA NO IMPIDE EL ASOMBRO

 A menudo elegancia y comodidad no se condicen.

A esta altura de mi vida no tengo necesidad de agradar a nadie, de modo que anoche decidí viajar a Capital en bata, pijama y pantuflas.

Recuerdo haber tomado un subte, pero al bajar no tenía mucha noción de dónde me dirigía.  Encontré en el bolsillo de la bata un papel con la imagen de un edificio. Levanté la vista y lo tenía enfrente. Supuse que iba a ese lugar. Crucé.

Se trataba de una biblioteca según el letrero en la vidriera del local (era un local comercial), pero de una comiquería en los hechos. Entré, pregunté el motivo de la incongruencia. El nativo digital que me atendió, con la vista fija en el monitor de la note, masculló una confusa respuesta acerca de trámite de habilitación municipal. 

De todas maneras, el material que estaba a la vista resultaba muy poco interesante. Manga, superhéroes, algo de BeDé clásica ultra conocida. Había sí algún muñequito potable, pero con precio en dólares. "Están en pedo", pensé. Llegó un flaco repartidor de pizza que le propuso al  millennial un canje entre una grande de muzza y no sé qué cómic pedorro. Los abandoné en tratativas.

Después, me crucé con personas que no veo desde hace mucho, pero que estaban ocupadas. Yo tampoco tenía demasiado interés en ponerme a charlar, así que intercambiamos apenas algo más que el saludo y cada quien siguió su derrotero.

El mío seguía siendo incierto (adjetivo obligado para derrotero), por lo que me senté en el banco de una plazoleta a fin de ubicarme.  Se me pegó una Testigo de Jehová y después otra, del lado opuesto. Blasfemé para sacármelas de encima, de lo cual sinceramente me arrepiento y pido se tome esto como acto de contrición.

Enfrente de mí, un Testigo masculino (deberían renombrarse Testigues), mucho más insistente que mis acosadoras -que huyeron despavoridas ante la herejía-,  tironeaba de una pareja con un nene a cuestas.

En el forcejeo, el nene cayó al piso y desapareció.

Entiéndase bien: de-sa-pa-re-ció. No se precipitó en un pozo o algo por el estilo, no. Desapareció, se esfumó, se fantasmó no bien hizo contacto con el suelo.

Los presentes no terminamos de asombrarnos de tal prodigio, cuando sucedió otro mayor: el cielo se llenó de golpe de discos volantes. 

Por fin, por primera vez en mi vida, veía no un OVNI, sino muchos.




sábado, 25 de junio de 2022

NUNCA ESCRIBÍ SOBRE EL AMOR, SIEMPRE HAY UNA PRIMERA VEZ

Qué tristeza única la de sentir que el amor se escapa, se escurre, se licúa.  Y uno hace intentos postreros, pero no, ya es tarde, ya no es el tiempo del amor, sino el de la melancolía del amor. Eso que tuvo lugar en otra teoria de cuerdas. 

Acaba de suceder un instante, un destello del sueño. Una palabra amable, una mirada cómplice, que parecían guardar ramalazos de la historia. Lo que algunos reducen a frases hechas como la del fuego y las cenizas, que sugieren la posibilidad de renacimiento del amor. Pero nunca ví que las cenizas puedan encender nuevamente un fuego, salvo que oculten brasas. No hay brasas, sólo cenizas producto de la combustión última del amor. Cenizas en una urna, en un cementerio vacío de cadáveres. El cementerio de amor, donde no yacen muertos de amor, sino los amores muertos. Es como el recuerdo de una película -más probable: no toda la película, apenas una escena- que hace tiempo nos gustó mucho y que sabemos que si volviésemos a verla, no nos gustaría ahora. Nos gustaría que nos volviese a gustar, eso sí. Pero es imposible. 

La vida cambia, las células mueren de a millones en un sólo día. Uno es otro otro otro, y el otro más otro todavía. Cenizas de células que caen, se desparraman, vuelan, se confunden con las de los demás y que quizá, nunca se sabe, generen algo desconocido.  Pero no el amor tal como lo conocimos y vivimos algún día.


jueves, 13 de enero de 2022

CUARENTENA (XVI): ALMUERZO BENÉFICO

El ámbito del homenaje era el Club Social del pueblo. Habíamos demorado la partida para concurrir. Fue mi mujer la que se entusiasmó con la idea. Argumentó que se tomaría como un desaire no hacerlo y que por otra parte, yo me lo merecía.

Un fiasco. Lo que entendí sería un reconocimiento a mi persona, estaba inscripto en el marco de una colecta de fondos para un fin solidario. Esos típicos almuerzos de beneficencia, que hacen sentir bueno al común de los cristianos.

Me senté separado de mi mujer, porque ella acababa de salir del COVID y corría riesgo que yo –con los primeros indudables síntomas- la re infectase (había leído, entre tantas cosas que se leen, que aquella cepa era susceptible de reinfección). 

Incluso más, nos habíamos ubicado en distintas alas del salón, si bien podía observarla. Ella también a mí, claro, pero lo que hacía era sociedad, siempre fue muy sociable.

Yo, en cambio, me aburría entre viejas emperifolladas, que lejos de convertirme en centro de su atención chismorreaban sobre gente desconocida y vulgar.

Una única comensal aportó un apunte curioso. Fue dicho al pasar y se refería a su propio esposo. Lo había encontrado hacía años en situación comprometida con otro hombre. Sin duda el mismo señor con el cual yo la observé charlar animadamente un rato antes, junto a su marido.

La anécdota ofrecía  desprendimientos varios. 

La señora la contaba como si nada, tal si no hubiese significado, ni antes ni ahora,  un escándalo  en aquella comunidad.  Era escuchada a modo de algo muy sabido e intrascendente. Una circunstancia menor destinada, más que nada, a enterarme a mí del  contexto de la conversación, a proporcionarme un dato sin el cual yo no podría seguir su hilo. 

El suceso no parecía haber tenido consecuencias conyugales. Ni separación, ni asesinato, ni siquiera revoleo de platos.

Por otra parte los tres -la señora, su marido y el "amigo"-, como ya subrayé, seguían manteniendo cordialmente sus respectivos roles. 

Evolucionados, los pueblerinos. O al menos, no tan hipócritas como en otros lares, donde hechos como ése suceden a diario y son rigurosamente silenciados.

No obstante, más allá de ese detalle, mi fastidio iba en aumento y aproveché el retiro de platos previo al postre, para excusarme y levantarme de la mesa.

Mi mujer, a lo lejos, seguía de lo más entretenida. De cualquier manera, no podía acercarme, ya lo dije.

Me dediqué a recorrer las dependencias. Cuando más me internaba en el edificio, más me percataba de su antigüedad. Sus pasajes, galerías, recovecos e incluso algo del mobiliario arrumbado, parecía sugerir la sede de un antiguo convento. Montado en medio de un pasillo, sin ninguna protección de intimidad, me topé con un suntuoso dormitorio de estilo. Se me cruzó fugazmente la imagen de un monje que atendía profusos visitantes nocturnos.

Desde un corredor que daba a un patio interno, entreví una habitación con puerta doble abierta de par en par, donde una anciana le cosía la media a otra.

Me empezó a invadir una sensación de ahogo sórdido, si cabe el término.

Busqué la salida. Me situé pegado a la entrada, apoyado en una columna. En otros tiempos, cuando fumaba, podía haber justificado el estar allí. Pero no era necesario, nadie reparaba en mi persona.

Sí salió a fumar una señora muy alta, elegante, todavía de buen ver. 

Bromeaba con alguien de adentro sobre su altura. Se paró junto a mí, me miró fijamente –tenía un color de ojos celeste aguado- y me espetó sin preámbulo alguno:

-¿Y para usted cuánto mido?

-Trescientos cincuenta y siete metros- contesté, sin vacilar.

Apreció la respuesta con una leve sonrisa, apartó la vista y aspiró profundo el cigarrillo.

Miré hacia el interior del club. Ya empezaban a servir los postres.

Maldije a mis compañeras de mesa, deseé que todas amanecieran tosiendo al día siguiente.

Dudé en volver.

Pensé en quedarme con la mujer espigada que fumaba, inventarle algún tema, tentarme en pedirle un cigarrillo, inhalar una bocanada profunda, esperar ahí el fin de mi vida.