domingo, 16 de febrero de 2020

DOS VIAJES EN COLECTIVO

VIAJE  I

El viaje en colectivo duraría horas, lo que llaman larga distancia. 
Estaba preparado. La botellita de agua, la pastilla para dormir, los anteojos, un libro interrumpido por la mitad hacía tiempo.
Tenía antojo de un sándwich de salame y queso. Pensé que el olor del salame iba a contaminar la documentación que llevaba en el maletín y además no resultaría agradable para los otros pasajeros, así que opté por el jamón. 
Hubiese preferido la ventanilla, pero no tuve suerte.
Me tocó de compañero de asiento un señor mayor (mayor que yo, que ya tengo mis años). 
Rogué que no me diese conversación. Tampoco tuve suerte. 
No bien el colectivo salió de la terminal empezó a comentar sobre el tiempo. Traté en vano que mis lacónicas interjecciones lo desalentaran. Desplegó un vasto temario, haciendo hincapié en lo mucho que había cambiado el paisaje urbano desde la última vez que había viajado. 
Llegó por fin la pregunta Inevitable sobre mi destino. Fue fuerte la tentación de contestarle con la frase del tango: “contra el destino nadie la talla”. Primó la educación. Recordé aquellas historietas cómicas leídas en mi infancia en las que al preguntar el protagonista por una localidad los lugareños huían despavoridos. Me divirtió la posibilidad de causar ese mismo efecto. 
Todo lo contrario. 
"Sojomurjo" repitió mi compañero de asiento, como si hablase de un viejo conocido, y como si ése fuese el nombre del pueblo que le acababa de mencionar.

VIAJE  II

Mi destino era Capital pero por alguna razón que no recuerdo me detenía en un pueblito pequeño, intermedio en el trayecto desde Campana, pongámosle Benavídez, si es necesario nombrarlo.
Cumplido lo que lo que tendría que hacer ahí –no viene a mi memoria, repito- me disponía a esperar el tren que me llevase a Retiro.
Me resultaba curioso ver parar en el andén varios colectivos.
De pronto caigo en la cuenta que si bien el aspecto del lugar remitía indubitablemente a una estación de trenes, las  vías no existían.
Hago esa observación a otra persona que también se hallaba esperando y me comenta que hace tiempo que el tren no pasaba por allí, que se había convertido en parada de colectivos.
Le preguntó entonces si conocía alguno que fuese a Capital, no sabe decirme.
Salgo de la estación,  interrogo a personas que transitan por las calles de tierra aledañas, sin que nadie me preste demasiada atención, obteniendo a lo sumo un encogimiento de hombros por toda respuesta.
El paisaje urbano se hace cada vez más desolado y miserable.
Un viejo en musculosa, delante de una casa de estilo colonial en ruinas, con doble puerta de madera que debió ser majestuosa hace cien años,  me advierte de consecuencias graves por mi osadía de andar preguntando cosas que no debo:  voy a quedar encerrado en una celda pequeña de por vida. Me ordena que espere en la puerta, que volverá para detenerme, y entra.
Huyo de ese lugar
Se hace de noche y abandonó la idea de viajar a Capital. Decido volverme a Campana, lo cual quizás resulte más fácil.
Corro hacia un colectivo evidentemente local que se detiene en una esquina, levantando una fenomenal polvareda. Salto al estribo y le pregunto al colectivero, entre toses, dónde para el que va a Campana.
El colectivero me grita algo ininteligible, algo que suena como "zogomorfo",  mientras me hace señas imperativas que me baje.
"¿Zogomorfo?" –repito, mientras el coche arranca a toda velocidad. 
Una señora que está en la esquina, a mi lado, y que  oyó la breve conversación, ante mi desconcierto, me aclara que la respuesta  del colectivero fue "sojomurjo", pero que ella tampoco conoce el significado de la palabra.
Encuentro gente en mi misma condición, queriendo viajar a Campana,  y propongo tomar un taxi en conjunto.
Aparece uno antiguo, con varias plazas, pero los demás se abalanzan sobre él  y  me dejan afuera de la negociación del precio del viaje. Aunque finalmente la iniciativa fracasa, no sé si por el costo o por negativa del taxista.
Al borde de la desesperanza, veo un bus destartalado cuyo cartel reza Zárate. Consulto si hace parada en Campana. El colectivero me informa que no.
Resuelvo tomarlo de todas maneras. Ya encontraré la forma de llegar desde Zárate a Campana,  un tramo corto al fin y al cabo.
Aunque no lo merecen,  aviso a los del taxi de la alternativa. De nuevo me atropellan en malón, ascienden  y me dejan último.
El conductor me cobra el boleto más caro que a los otros, pero a esta altura opto por no protestar y pago calladamente. Toma el billete con desdén y sin darme vuelto se pone a conversar con uno de los pasajeros del primer asiento.
A medida que se anima la charla el locuaz chofer va abandonando el volante y la mirada en el trayecto, que se torna cada vez más intrincado. Atravesamos estrechas callejuelas, por las que el vehículo dobla cerradamente a toda velocidad, en maniobras increíbles y casi sin conducción. 
Por  fin salimos de la ciudad. Diviso delante un enorme castillo envuelto en una bruma violeta, que lo torna irreal.
La bruma termina por taparlo todo.
A esta altura el conductor  se encuentra  de pié y de espaldas a su  asiento,  imitando a pedido de los pasajeros un personaje de Porcel.
La fantochada concita la complacencia unánime del pasaje, sin que nadie se preocupe de que el colectivo marche a velocidad increíble sin conducción alguna.
Descarto mi última recurrencia a la lógica, o sea la posibilidad que un cacharro tan antiguo pueda estar dotado de algún tipo de dirección totalmente automatizada,  si es que tal cosa se hubiese inventado, y trato de ubicar en mi memoria  cuál personaje del gordo Porcel es el que causa tanta gracia a los demás. Sobre todo cada vez que el colectivero tuerce hacia un costado su corbata azul y repite un latiguillo que suena algo así como zogomorfo o sojomurjo, palabra más propia de su gremio que de cómico televisivo.