domingo, 26 de abril de 2020

CUARENTENA (III): SINTAGMA

"A flor de labios" y "en la punta de la lengua" son diferentes expresiones antiguas, aunque con alguna similitud.
Si bien ambas aluden a palabras por pronunciarse, la primera expresa lo que se está a punto de decir, pero no se dice, se inhibe. La segunda, lo que se intenta decir, pero no se puede, porque no se recuerda.
Además, "a flor de labios" es una cursilería pretendidamente poética, propia de Corin Tellado, mientras que "en la punta de la lengua" pertenece a la jerga popular.
Ejemplos:
a) "Rigoberto tenía un 'te amo' a flor de labios, pero temía el rechazo de la bella Josefina"
b) "¿Cómo mierda se llamaba el tipo? ¡Lo tengo en la punta de la lengua, carajo! "
Hoy me levanté con una palabra a flor de labios: "sintagma". No la podía pronunciar porque de haberlo hecho, a modo de un buenos días, mi mujer, que aparte del número para llamar por el coronavirus tiene a mano el de un instituto psiquiátrico, no hubiese dudado en agarrar el teléfono, convencida ya de lo irreversible de mi estado.
Curiosamente la palabra "sintagma" significa una palabra. O un conjunto de ellas. Sin embargo, sospecho que mi mente hizo un juego de palabras con "sin Tac", lo cual me lleva a múltiples asociaciones.
Por ejemplo, al diferendo que manteníamos anoche, en nuestro almacén para celíacos, con mi socio, respecto al precio de dos productos que estaba adquiriendo una señora muy formal, de saco sastre y pollera. Mi socio, que se los había despachado, no recordaba qué productos eran y por lo tanto yo no podía calcular el monto a cobrarle. La señora estaba ahí, delante nuestro, bastaba con pedirle que nos mostrase los artículos que había puesto en su cartera. A ninguno de los dos se nos ocurrió esa idea. A la señora tampoco. Finalmente, llegamos al acuerdo con mi socio que se trataba de X pesos. Se lo transmito a la señora, y ella me entrega un billete enrollado, que me llama la atención por su brillo plateado. Pensé que era una nueva emisión, pero al desenrollarlo advierto que se trata de un envoltorio de alfajor. Se lo exhibo a la señora, que con vagas excusas respecto a que se lo habían dado en otro comercio, emprende la retirada con la mercadería impaga. La sigo a la calle, la increpo. Ella busca refugio en el local contiguo, una peluquería. Curiosamente, un sillón se sitúa de frente a la puerta de entrada y la señora se desploma allí con las piernas abiertas, revelando que no lleva ropa interior. Aparto la vista del bochornoso espectáculo y me dirijo a las peluqueras, que salen a defenderla. Trato de explicar lo sucedido, pero rápidamente me doy cuenta que no tengo chance contra esas arpías, que debo resignarme a la pérdida.
Más allá del negocio, nunca visitó mi casa tanta cantidad de conocidos, como en esta cuarentena. Por ejemplo anoche, llegó un amigo con el que nos pusimos a charlar, entusiastas. Con la conversación, olvidé la cortesía elemental de ofrecerle algo de tomar. Cuando lo advierto, me disculpo y me levanto para preparar café. Le pregunto con qué quiere acompañarlo. Me responde, como si fuese obvio: " Con amarettis", y veo que me señala los que ha traído.
Debo estar extrañando ir a tomar café. No con amarettis, que ya no los sirven más. Ahora ni siquiera sirven café, porque todos los bares están cerrados. No sólo Drac, que cerró hace bastante, y era mi lugar en el mundo para tomar café.
También debo estar extrañando a algunas personas. Anoche paseaba con una, otrora muy querida y por décadas distante. Notaba en la calle los efectos de la flexibilización de la cuarentena, eran muchos los paseantes, ya sin barbijos, respirando libremente la brisa –parezco Corín Tellado, perdón- de una hermosa tarde de otoño.
Nos confesábamos con esta persona rencores y afectos largamente guardados. Y lo hacíamos con absoluta placidez, ya sin rencores ni afectos. Nos informábamos sobre qué había sido de nuestras vidas en tanto tiempo. Fluían tranquilas las palabras, no quedaban a flor de labios, practicábamos el elevado ejercicio de la reconciliación.
Donde reconciliación tendría que ser el núcleo del sintagma.


viernes, 24 de abril de 2020

CUARENTENA (II): INTRUSOS

Cuando vuelvo de la calle y subo al altillo me encuentro con dos jóvenes sentados en las antiquísimas butacas de un cine-teatro en el que cantó Gardel.
Los interpelo como intrusos hasta que logro comprender que fue mi mujer quien les permitió pasar, que me estaban esperando para hacerme una propuesta.
Me guardo para después el cuestionamiento a mi mujer por haberle permitido a dos desconocidos la profanación de mi santuario, y dejarlos ahí sin vigilancia. Encima, para colmo de desatinos, en tiempos de pandemia.
Les pregunto de mala manera qué quieren.
Me explican que conforman un elenco de teatro y que necesitan un director para una obra ya elegida.
Les hago saber que a esa misma pieza la monté hace muchos años.
Es apenas un comentario el mío, pero lo toman como que quiero repetir el montaje y se atajan con que ellos ya tienen su versión armada.
Enfurecido, los mando a que entonces se encarguen también de la puesta, y los echo.
Una vez que se van, dudo qué hacer primero. Si ponerme a desinfectar el altillo o verificar que no me hayan robado ninguna revista.

sábado, 18 de abril de 2020

OTRO ENSAYO

Estamos en etapa de ensayos de una obra de mi autoría, que Mauricio protagoniza. Yo también actúo en un rol secundario. No tengo claro quien dirige. La acción transcurre en la piecita de la terraza de un conventillo y los personajes son todos marginales. El casting no ha sido acertado. El mayor problema actoral consiste en que Mauricio supere la pronunciación cheta. Termina mi escena y le sucede una en la que dos atorrantes deben entrar por la ventana de la piecita. El lugar de ensayo es real, se corresponde exactamente con la exigencia escenográfica, como si se tratara de cine en vez de teatro. Uno de los actores de la próxima escena faltó. Decido reemplazarlo. Trepamos con el compañero por una frágil escalerita de metal, él se mete primero en la pieza y yo me quedo asomado a la ventana. En ese momento me toca meter un bocadillo. Mauricio -que no estaba al tanto del reemplazo - me mira como preguntando qué hago ahí. Me salgo entonces del libreto -que en definitiva es mío-, y le digo: "¡Uy, el presidente!". Mauricio se desconcierta aún más y esboza una sonrisa tonta. No sabe si es una ocurrencia o una cargada. Esa candidez suya me da un poco de ternura.


viernes, 17 de abril de 2020

MOCHILAS

Con Tato hace décadas que no me hablo, aparte ya lleva varios años de muerto, sin embargo ahora discurre conmigo como en aquellas épocas en que me tenía de interlocutor privilegiado, monólogos suyos de horas. El tema es la muerte, justamente. La gente que mató. No está seguro de la cifra, serán unos seis o siete, me dice, sin contabilizar unos tipos que intentaron asaltar su casa de Belgrano, él empezó a los tiros con un rifle y cree haberle dado a uno, cuando escapaban trepando el tapial del fondo. Ese no sabe si murió o sólo quedó herido. Afirma no sentir ninguna culpa por esos asesinatos, que cuando se mata se mata. Yo ensayo una débil argumentación: quizá, una vez superado lo de la primera muerte... Me mira desde la rotundez de psicólogo infalible, con sus hirsutas cejas tensas y entiendo que desaprueba lo que digo, que nunca sintió culpa, y que es mejor que me calle, que me guarde el repudio moral, porque Tato siempre hace como que tiene en cuenta tus objeciones, pero en el fondo no le gusta que lo contradigan. Llega en ese preciso momento, para interrumpir la incómoda escena -es acertado hablar de escena, porque estábamos a punto de ensayar, en el aula escolar de altos ventanales-, interrumpe/irrumpe, retomo, el General Perón. Soy el primero en notar su presencia, me cuadro militarmente y hago la venia al tiempo que saludo con un potente "¡Mi General!". No obstante soy el último en acercarme a él. El Viejo se demora en un abrazo conmigo. Siento profundamente la calidez y sinceridad del abrazo. Luego se pone a disertar con esa fascinación que emana de sus anécdotas, del fluir del relato, de toda su persona. A diferencia de Tato, que siempre me pone tenso escucharlo, como si fuese un profesor que al tiempo que habla te estuviese evaluando, al Viejo se lo atiende con absoluta placidez. Ya saliendo del lugar, me excuso para ir al baño y dejo la enorme mochila negra que porto, en la esquina del bar (salimos de un bar, ahora). Tato y el Pocho conversan animadamente y no sé si registran mi pedido que la cuiden, pero igual la dejo, en la certeza que nadie la va a robar. Cuando vuelvo ha llovido y no queda ninguno de los que estaban (Susy formaba también parte del grupo). Localizo tres altas mochilas negras en la puerta del bar, pero no en el sitio exacto en que dejé la mía. Creo reconocerla en la que se encuentra mas cerca de la entrada. La toco, está muy mojada, me pregunto si la humedad no habrá atravesado la tela supuestamente impermeable - o quizá por defecto de alguno de los cierres- y alcanzado el contenido. Abro un bolsillo y compruebo, por el montón de chips de jamón y queso, envueltos en celofán, que no se trata de mi mochila . Interrumpe la inspección un muchacho morocho alto, delgado, con acento peruano o venezolano, que sale del bar cargando más sandwichitos. Por el gesto antes que por lo que dice, entiendo que resulta ser el dueño de la mochila. Me pregunto para qué querrá tantos chips, sin que se me ocurra pensar en ese momento que podían estar destinados a un ágape o que el pibe fuese repartidor del bar. Sólo me cabe la intriga de cómo una persona tan flaca puede llegar a ingerir todo eso, solito su alma. Me disculpo por el error y me voy silbando bajo un tango de Arolas.


miércoles, 15 de abril de 2020

CUARENTENA (I): SHOWMAN QUEJOSO

El movimiento de la calle Corrientes es el habitual de los sábados a la noche. O mayor aún.
En la cartelera de un importante teatro se anuncia una compañía española de zarzuela. La enorme foto exhibe damas y caballeros vestidos de época, portando barbijos. Yo debo abrirme paso, esquivando el flujo constante de personas. En un momento en que me detengo para no chocar con la multitud, un señor mayor, que hace apiñado la cola para entrar a una pizzería, me exige que guarde distancia preventiva. 
Sigo mi ruta como puedo hasta llegar a la transversal donde estacioné, muy cerca de la esquina. A pié, parado por el semáforo, reconozco a una otrora conocidísima estrella de café concert que habla a los gritos por celular. Entiendo que su interlocutor es el jefe de gobierno porteño. Le reclama pletórico de chillona indignación que fue estafado en su buena fe. Que mientras él debió suspender el estreno de su show por la cuarentena, comprueba que todo funciona y que la avenida es un caos de gente. Encima, pertenece al gupo de riesgo por edad. 
Distraído en esto, en el instante mismo en que mecánicamente acciono la llave para destrabar las puertas del auto, me abordan tres colegialas con uniforme de instituto particular secundario: típico suéter azul escote en V y pollerita a cuadros. No encajan en la escena nocturna. Entiendo de inmediato que se trata de un robo, estafa o chantaje. Intentan subir al asiento de atrás, donde justo dejé un bolso con bastante dinero. Es tarde para volver a activar el mecanismo, ya abrieron. Tengo absoluta conciencia que cualquier forcejeo puede derivar en una denuncia de acoso o incluso pedofilia, de modo que me limito a llamar a la policía, pero mi pedido de auxilio se confunde con los chillidos histéricos del showman. Le grito que se calle de una vez por todas. Deja el teléfono pero no los chillidos, que ahora dirige contra mi persona. Una de las chicas aprovecha la confusión y sale corriendo con el bolso. Las otras dos me exigen que las alcance a no sé qué lugar, porque en momentos como estos no se puede confiar en los taxistas.


martes, 7 de abril de 2020

ÚNICA PROFESIÓN

Si bien desde que guardo memoria estaba jubilado, sabía que tío Emilio siempre había sido sastre y en eso acordábamos con mi padre.
Se me ocurre entonces preguntarle a papá -después de muchas décadas de muerto tanto él como su hermano, más mi tío que había nacido en 1898- algo que nunca en vida de ellos se me dio por preguntar... aunque no es de descartar que lo haya hecho y olvidado la respuesta, suele suceder lo de tomarle cariño a la pregunta y atesorarla, como si nunca hubiese sido satisfecha.
Mi curiosidad radicaba en la maestría con que Emilio ejercía su profesión.
Mi padre comienza a ensalzarlo, aunque inmediatamente relativiza un tanto el entusiasmo, ignoro por qué. Podría especular que interfiere un viejo encono o una velada envidia, pero no encuentro demasiado fundamento, se trata apenas de un ínfimo matiz, quizá hasta subjetivo de mi parte.
Mi segunda intriga se refiere a si ejercía su oficio en un local propio, ajeno, o en la misma casa familiar.
No llego ni siquiera a plantearla, porque justo ahí pasamos a estar de acuerdo con mi padre en que tío Emilio había dedicado por entero su vida a la fotografía.
De sobra sé que estaba peleado con todos sus hermanos (salvo con papá), de allí se explica que en la casa no hubiese fotos de mis otros tíos, o sea Ramón, Felipe y Lola... aunque con Lola al menos se hablaban.
Sin embargo, si lo pienso bien, recuerdo que sí había retratos de mis otros tíos, pero de muy jóvenes. Retratos enormes, ovalados, de marcos gruesos y oscuros.
Es posible que en la juventud todavía no hubiesen estallado las rencillas que se manifestaron en la adultez y se prolongaron luego durante el resto de sus existencias.
Pero ¿y la cámara? ¿O las cámaras? ¿Dónde estaban? Deben ser muy valiosas esas cámaras, hoy en día.
Papá me explica que una vez muerto tío Emilio se las prestó primero a uno, luego a otro, y que finalmente les perdió el rastro.
Pero que sí quedaban en la casa familiar excelentes trajes de confección, obra de tío Emilio.