domingo, 11 de septiembre de 2022

MAGNICIDAS

Fernando Sabag Montiel y Brenda Uliarte llegaban al departamento de calle 50. Algún difuso parentesco con la familia de mi mujer hacía que nos visitaran. Él comenzaba a indagarme sobre el comportamiento de mi gata. Aunque intuía adonde apuntaba, le respondí. En efecto, intentaba darme instrucciones de cómo tratarla. Lo corté en seco. Detesto que se metan en mis asuntos. No obstante eso, su pareja insistió. Fui más tajante aún con la respuesta. Mónica me reprochó mi descortesía, lo que hizo que yo pegara un portazo. Salí a la calle con el propósito de denunciar al dúo magnicida. Intenté cortar camino hacia la central de policía por un paseo de compras. Pero llegado a un punto me dí cuenta que había perdido el rumbo. Le pregunté a un muchacho para dónde quedaba la central. Me invitó a tomar el ascensor junto con él, ya que justo iba allí a renovar el carnet de conducir. Entendí que no hablábamos de lo mismo. 

MONEDAS DE 25

Al igual que a Pedro Páramo las ánimas no me asustan ni me angustian. Me acompañan, dialogo con ellas.

La de mi tío Emilio, por ejemplo.

Tío Emilio era el más bajito de mis tíos. Encima de viejo se encorvó y usaba bastón. Prefería mirar para abajo, supongo que por –o para- estar más cerca del suelo que del cielo. Así encontraba objetos que guardaba. El cajón de su mesa de luz rebosaba  de medallitas, monedas antiguas, chucherías. Hasta una Biblia deshojada en miniatura había. Entre los tantos miembros de mi familia que suelen caminar a la par conmigo, hoy le tocó a Tío Emilio.

En el parque San Martín, hace un rato, me susurró que mirase la arenilla, justo cuando estaba a punto de pisar una caracola pequeñita, que milagrosamente había permanecido indemne vaya a saber durante cuánto tiempo. La levanté, por supuesto.

Un poco más adelante, Tío Emilio me sugirió que cruzara a una vereda por la que nunca paso. Un tipo se ocupaba en sacar libros a la calle y dejarlos junto a bolsas de basura. No necesitaba su permiso para revisar, por supuesto, pero igual se lo pedí. Y de paso le pregunté si no tenía revistas. Arrancó la respuesta con que ya había regalado un montón de cosas. Me preparé para la habitual decepción del coleccionista que llega tarde, pero no. Revistas no tenía ni había tenido. Me puse a revisar las pilas de libros.  Todo indicaba que habían pertenecido a una mujer de mi generación, probablemente la madre del tipo, que tendría unos cuarenta y pico, o sea podría ser perfectamente mi hijo. Una gran lectora, sin duda, aunque sin refinamiento. La mayoría de los títulos eran bestsellers de entre los '70 y los '90, aproximadamente. Me alegré de no tener que cirujearlos, porque me hallo en el proceso inverso, el de desacumulación.

Sin embargo, aún siendo poco cultivada, me daba tristeza que el alma de esa coetánea terminara así, cruelmente tirada a la calle. Decidí entonces elegir  unos pocos libros y ahí es donde apareció Tía Lola para guiarme.

De pibe tenía perfectamente localizado el cajón del enorme ropero donde Tía Lola guardaba su monedero conteniendo  una impresionante cantidad de monedas de 25. En un período extenso  de los '60 esas monedas conservaron  gran poder adquisitivo. Un día me dije que Tía Lola no notaría la falta de un puñado de ellas.

Deambulé durante horas con las monedas en los bolsillos de mis pantalones cortos. Excedían bastante el valor de las revistas de historietas. Podría haberme comprado unas veinte o treinta y hubiese  llamado la atención. Pensé en un libro. Me paré en la vidriera de una librería donde se exhibían los de Iridium y Billiken. Ya había leído para el colegio, con gran interés, novelas compendiadas como Ben Hur o Ivanhoe en la Colección  Iridium, y Corazón o La Isla del Tesoro, en la Biblioteca Billiken.

Pero me debe haber ganado el concepto de pecado que inculcaban en el catecismo. Volví, me presenté ante mi tía, confesé mi falta y devolví el botín intacto. Tía Lola estaba desconcertada. Balbuceó que le parecía que le faltaban monedas, y como de costumbre, consultó con Tío Emilo (porque estaba cerca, podía haber sido cualquiera de mis otros tíos, ella nunca tomaba una decisión por sí misma): "¡Ay, Emilio! ¿Qué vamos a hacer con este chico?". Es como si la estuviese oyendo. Era una frase habitual en ella, en los largos períodos en que quedaba a su custodia, cuando mi vieja estaba a su vez cuidando a papá en sus frecuentes internaciones. Tío Emilio argumentó en mi favor, dado que había demostrado arrepentimiento, y la cosa quedó ahí.

Ahora bien... resulta que esta alma arrojada a la vereda, había conservado títulos de Iridium y Biiliken, seguramente leídos, al igual que yo, en su infancia.

Hoy, casi seis décadas después,  Tía Lola me devolvió  las monedas y me dijo: "Andá, compráte esos libros que a vos  te gustan".