domingo, 22 de noviembre de 2020

CUARENTENA (XIII): MUCHOS SABEN NADA

Quizá deba comenzar por lo sucedido en el atrio de la iglesia. Sí, voy arrancar por ahí... 

Importante cantidad de fotógrafos -los paparazzi de Fellini-, fin de ceremonia eclesiástica. Se despeja la pequeña muchedumbre y encuentro, tirada en el piso, una de las cámaras  fotográficas.

Intentaré describirla: una especie de máscara con visor como el de los soldadores, pero incorporando botones de on/off a la altura de las orejas, zoom en la nariz, foco en la frente, todo eso. 

No lleva hilos ni elástico, no entiendo cómo se sujeta hasta que la doy vuelta. En el reverso, una saliente a la altura de la boca me da a entender que así se sostiene, mordiéndola como una pipa. Andar mordiendo la pipa en unas vacaciones por el sur de Francia, el año pasado, me costó una muela, se me partió exactamente en dos. "Cosa rarísima" me dijo la dentista al extraerla. Es por eso que no voy a andar haciendo ahora la locura de probarme la máscara/cámara, encima acaban de usarla, es antihigiénico, sobre todo en tiempos de pandemia.

¿Qué hacer con ella? Decido entrar en el templo para dejarla ahí, supongo que es el primer lugar al que volverá a buscarla quien la perdió.

Aparecen curas de las sombras terminando de arreglar el lugar. Uno de ellos se me acerca, explico el motivo de mi presencia. Me escucha afable, cordial. Realiza un comentario simpático sobre esas máscaras/cámaras, hasta se permite un cierto grado de ironía sobre los avances tecnológicos. La dejo en sus manos, en las manos de Dios.

Quizá deba decir que me ubico en la esquina de Justa Lima y Belgrano, en Zárate, o sea en la Iglesia que está enfrente de la Plaza Mitre. Alrededor de esa plaza se construyó el edificio principal de mi infancia/adolescencia: escuela número uno, el Nacional, el salón municipal, donde acudía a clases de teatro, el movimiento juvenil católico, en plena era tercermundista.  

Esto no es mi biografía, sigamos.

El segundo episodio transcurre en el estrecho pasillo de un colegio de Capital. Estoy con un amigo actor que me muestra una rutina que acaba de crear. Consiste en colocar un portafolio sobre un asiento. Del portafolio sale un cable que va a enchufar en una toma cercana y una vez hecho esto, orina sobre el enchufe, lo que le genera -siempre en actuación- un  shock eléctrico. Así, en estado de shock retira el portafolios del asiento y pretende ir hacia la puerta (es muy cómica la manera en que se desplaza, mi amigo es muy buen actor). Se tropieza con una celadora que justo acaba de ingresar al pasillo. No quiero ni pensar lo que debe pensar de la escena. Pasa de largo sin decir una palabra, rápido, cómo público que teme que lo involucren. Le comento a mi amigo que su acto está muy bien, sobre todo la parte del final. Él justamente está en desacuerdo con esa parte que se la marcó su directora, que era la celadora oficiando de actriz.

Quizá ahora deba mencionar que por la calle me encuentro nuevamente al eclesiástico con el que cambiamos algunas palabras sobre la curiosa cámara fotográfica / máscaracámara. Pero antes, en el pasillo del colegio, me había cruzado al rector de una institución educativa religiosa en la que di clases de teatro mucho tiempo. Mi relación con él no terminó en buenos términos. Era un abogado con nombre compuesto de emperador romano, que me dijo sin inmutarse cuando negociábamos la renuncia, que el Obispado de Zárate-Campana sólo pagaba la mitad de lo que correspondía por indemnización. Lo gugleé y todavía vive, se jubiló de rector recién hace dos años. La tenía cagando a la mujer, me acuerdo, le hizo un montón de hijos porque, claro, el condón es pecado, un Opus hecho y derecho el reverendo hijo de puta.

Pero esta no es mi historia laboral. Tampoco comadreos baratos.

Le ofrecía un caramelo, de tres que tenía la mano, le decía "¡cuánto tiempo, doctor, qué placer encontrarlo!". Irónicamente, demás está aclararlo.

Todo viene a cuento que cuando me encuentro nuevamente con el eclesiástico, éste me propone dar clases en la institución en que mi amigo actor  sometía a mi consideración el acto del portafolio, institución que, ahora entiendo, también era católica, pese a que mi amigo actor es judío.

El cura me sugiere montar una obra teatral, mientras yo pienso que ya no estoy para lidiar con adolescentes ni con la figura histórica del rector, que en ese momento no sabía que se había jubilado, lo cual me acabo de enterar por el Google (¿cuál es el presente acá?). Pero tampoco se trataba de ese colegio de Campana (¿qué tenía que ver entonces el rector del Opus?) sino de uno de Capital. Suelo confundirme un poco, perdón, estoy grande.

A pesar de mis reparos internos, el espectáculo con el que sueña el cura es atractivo: versa sobre un pastor protestante que está dando su sermón, cuando justo lo interrumpe una mucama que viene a recriminarle que ha dejado sus calzoncillos sucios tirados debajo de la cama. Lo  grotesco de la propuesta me seduce, si bien no doy una respuesta definitiva.

Pasemos a otro ámbito, una sala de ensayo. Estoy reunido con un grupo de actores y actrices. Una de ellas es amiga de años, los otros sólo conocidos eventuales. No obstante, uno de los actores que ha estado recientemente en varios países de Europa, me abraza efusivamente y me besa en las dos mejillas. Conducta por demás inapropiada en tiempos de pandemia, aunque nadie registra lo anómalo de la situación, nadie se escandaliza.  

Mi amiga actriz cuenta que un grupo teatral en Retiro (está ya jubilada, retiro es Retiro con mayúsculas, remarco) le había ofrecido participar de un espectáculo donde hiciese de ella misma. Yo expongo mis reservas, le advierto que tenga cuidado, que no sea que la utilicen como una señora grande que teje calceta. La interrogo por los detalles de la propuesta y no sabe decirme mucho. Ante mis objeciones mira intencionadamente a otra actriz participante de la charla. No sé si porque esas prevenciones se habían formulado antes o porque las considera descabelladas. Se retira (no a Retiro, quizá al baño) un momento de la reunión y yo opto por despedirme. Salgo, bajo la escalera hacia la puerta principal (estábamos en un primer piso, no lo mencioné, debería haberlo hecho), que tengo conciencia voy a encontrar cerrada, sé positivamente que se encuentra cerrada, ni la toco, espero alguien que me abra, alguien que entre o que vaya a salir, viene un mozo que trabaja en un restaurante (¿esto no será Boedo XXI, con Margot al lado?), me mira como diciendo qué hago ahí, me veo obligado a explicar mi presencia pero de una forma un tanto desafiante, como diciendo a vos qué te importa qué hago acá, finalmente llega mi amiga que me reprocha haberme ido sin despedirme de ella, me abre la puerta, salgo a la calle, está lloviendo, hay mucha gente caminando sin barbijo, pienso que en la Capital (porque sigo en Capital desde hace rato, es evidente, desde el momento mismo en que dejé el atrio de la iglesia de Zárate) nadie se cuida del COVID, necesito regresar rápido, no me ubico en la zona (no es Boedo, de lo contrario sabría ubicarme muy bien)...  de pronto surge una boca de subte,  con varias personas amontonadas que parecen esperar para ingresar.

Nadie sabe decirme que hace ahí, y eso que yo no soy el mozo de Margot. Veo un cartel anunciando un tren que sale para Zárate.

Si bien Zárate no es mi destino entiendo que podría dejarme de camino. 

Desciendo al subterráneo que es en realidad una estación de trenes -no Retiro, no Constitución, no Pacífico... quizá la del San Martin-, con boleterías con rejas a la antigua, más parecidas a las cajas del Banco Provincia de otras épocas. O a las de Retiro.

Preguntó si de allí sale un tren para Zárate. Me  responden confusamente, no saben indicarme bien en qué sector debo comprar el pasaje, ando de ventanilla en ventanilla, finalmente alguien de mala gana accede a vendérmelo, sin respuesta respecto a horarios ni trayecto, lo compro a ciegas.

La mente trata de impedirme que me boicotee de esa manera, errando sin rumbo, porque le pago los $ 400 que cuesta el pasaje con tres billetes de 100 y un gran formulario que adjunto  inadvertidamente, tal si fuese un billete más. El boletero me lo hace notar de mala manera. No es para menos, ¿quién podría creer que se trató de un descuido?

Me pongo torpe con el dinero, con lo que llevo encima, papeles de la índole del formulario, se me caen, se desparraman, los junto. Hasta que finalmente puedo completar el pago. 

Pregunto hacia qué anden debo dirigirme. Es mínima la explicación del boletero, me señala vagamente una dirección que resulta ser la equivocada, desemboca en un estrecho pasillo, los baños, me doy cuenta porque de allí surge una empleada de limpieza con un tapabocas y un delantal completamente manchados de mierda. Sí, en plural. El tapababocas también.

Me roza. Advierte la torpeza. Advertimos ambos que me ha ensuciado. Me ofrece ayuda para limpiarme. Pienso que va a ser peor el remedio que la enfermedad y desecho la propuesta. Entiendo que resultará dificultoso quitarle las manchas a mi remera flamante.

Finalmente ubico el túnel que me conduce a un andén, donde un tren se encuentra a punto de partir.

Dudo en subir, nadie sabe nada, no sé dónde me puede llevar, cuál puede ser su destino. Mi destino.