En otra
vida, cuando estudiaba dirección teatral, una de las alumnas del taller planteó
que no sabía como personificar al diablo en una escena que estaba trabajando.
Ninguna de las propuestas que se le hacían parecía conformarla. Entonces yo dije que le
metiera cuernos, cola y tridente. El grupo me miró con ese tipo de mirada que
me ha perseguido toda la vida, en la que el desconcierto inicial amenaza con
desembocar en desprecio, ante la comprobación que no ironizo, sino que hablo en
serio. Pero se equivocaban, porque hablaba en serio y se trataba de una ironía
al mismo tiempo. El subtexto era: si no sabés como es tu diablo, pero no querés
mostrarlo a la manera convencional, tu rebelión al convencionalismo se limita a
un enojo con tu propia mediocridad. Y entonces, mostralo bien rojo, como lo
mostraron pintores, escritores, dramaturgos, a lo largo de la historia del
arte. Así, al mismo tiempo que te vas a sumergir en la corriente bienhechora de
la tradición, vas a ser original. Porque como bien interpreta Eco, el signo
supuestamente anquilosado y risible se va a convertir en cita. Hoy día,
cualquier espectador de una película contemporánea entendería como un guiño las
hojas de almanaque que vuelan para dar paso del tiempo. Pero lo curioso es que
con ese recurso, al
mismo tiempo, se sigue denotando paso del tiempo.
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