domingo, 6 de marzo de 2016

LA INTERRUPCIÓN (del 6 de marzo de 2014)

Mi hija mayor, que había estado en Mar del Plata hace poco, divisó por casualidad una cueva, y me mandó la dirección aproximada para ver si la conocía. Me sé de memoria los principales antros de la ciudad. Pero éste no solo lo ignoraba, sino que además nadie me había mencionado su existencia. 
Conservé celosamente el mensaje de texto, para cuando viajase. 
Ayer, dejé a mi mujer por el centro, agarré 3 de febrero, y pasadas apenas las cinco de la tarde -de una tarde muy gris-, estacioné el auto a la altura indicada.
No me costó localizarlo, los datos eran bastante precisos. Se trataba de un cuchitril muy chico, que daba clavado librería de viejo, y sólo librería de viejo. Pero mi hija había tenido buen ojo, porque si uno se pegaba a la vidriera, con esfuerzo, podía llegar a divisar unas Anteojito antiguas.
Estaba cerrado y oscuro, pero un cartelito decía "Abierto, toque timbre".
Toco timbre.
Luego de un par de minutos, cuando ya empezaba a desalentarme, de una puertita lateral a la entrada, con cortina, asoma un chico, un adolescente de trece años, no más. Tenía aspecto de pibe de otra época, conflictuado, tipo personaje de Sábato.
A través del vidrio, con un gesto vago, casi imperceptible, me hace la pregunta muda qué busco, qué deseo.
Le respondo también muy difuso, con otro gesto que intenta indicar la obviedad de mi propósito, entrar.
Me entiende y abre. No se aparta de la puerta.
Tiene un impulso, una toma de aire, como para plantearme una objeción, no bien estamos frente a frente.
Pero quizá por mi determinación, quizá porque los motivos para no atenderme le resultarían muy difíciles de explicar, abandona el intento y me franquea la entrada. 
El desistimiento tiene sonido, es espiración del aire que tomó, pero sin llegar a la impertinencia del bufido. Lo que hace que lo ignore -soy de pocas pulgas frente a la falta de educación- y me concentre en el local, en el intrincado planteo espacial, con repletas estanterías de todo tipo y tamaño, situadas a manera de un laberinto en miniatura, agravado por la semipenumbra. 
No termino de entender la trayectoria a seguir, cuando advierto, en la misma puerta de donde salió el chico, la presencia de una muchachita de edad similar. Tampoco comprendo como apareció allí, silenciosa, prácticamente pegada a mis espaldas, apenas traspasé la entrada, en el segundo que me llevó recorrer con la mirada el local.
Es bonita, rubia. Se viste un tanto provocativamente para su corta edad, resaltando las formas que le comienzan a surgir. Tiene un aire de familia con el pibe, no sólo fisonómico. Muestra el mismo gesto conflictuado y está parada allí de la misma manera que él, como estableciendo una marca hacia mi persona. De haber sido más grandes -o menos inofensivos-, quizá me hubiesen intimidado.
Me vuelve la imagen de Martín. Con Alejandra, ahora.
Logran, sin embargo, incomodarme algo con su presión muda para que me vaya, con el tácito señalamiento de lo inoportuno de mi visita.
Imagino que han quedado a cargo momentáneamente del local y que se dedicaban a ejercicios de exploración mutua, cuando aparecí a arruinarles el aprendizaje.
Claro que la idea me inquieta, por la semejanza física. Decido, para tranquilizarme, que no son hermanos. Que todos los adolescentes se parecen entre sí, por no estar terminados de formar. A lo sumo, serán primos.
También decido que no me voy a ir, que me voy a liberar inmediatamente de la presión invisible y me voy a tomar todo el tiempo que haga falta.
Vuelto a ser dueño de mí y de mi ritmo, me desplazo con determinación, como ignorando que no hay suficiente espacio para dos, con lo que obligo al chico a desplazarse a su vez.
Descubro en un rincón una pila de esos Anteojitos viejos que estaban en exhibición. Los hojeo distraídamente. Para mí solo significan la punta del iceberg, el rastro mínimo de un animal que podría ser enorme.
No me hubiese costado demasiado concederle al pibito la capacidad de contestar algún requerimiento mío. Penosamente, el pobre trataba de mostrarse a la altura de las circunstancias y yo podría haber fingido creer que sí lo estaba. Pero, rencoroso por la actitud que tuvo no bien me vió, no me apiado.
Le espeto a boca de jarro: -El librero... vuelve?
El rostro contrariado del muchacho torna en asombro, hace un gesto hacia la puerta lateral.
Como en una escena teatral mil veces representada, la chica se aparta a un tiempo.
Detrás de la cortina aparece un hombre delgado, de unos cincuenta años, también con el mismo aire de familia, también conflictuado.
El chico dice: “-Acá está”, como quien dijese: “-Siempre estuvo.”
El hombre, con forzada cortesía, me pregunta qué busco.
Trato de reponerme del impacto del Deus ex machina que acabo de presenciar y esgrimo mi propio truco, el habitual para librerías de viejo: comenzar preguntando no por lo que realmente me lleva hasta allí, sino por libros. Mis comodines son dos de Lem, que sé practicamente inconseguibles. 
Como era de esperar, no están. 
Ahora sí, es el turno de tirar, como al acaso, con escaso interés, por si las moscas, para no irme con las manos vacías, de decepcionado, de aburrido que estoy: “-Y de historietas... tiene algo?”.
El tipo se pone en guardia. Se había sentido aliviado por creer que liquidaba mi visita con lo de Lem. Pero no, yo insistía... Me devuelve la pelota, un tanto áspero: 
-Qué tipo de historietas?
Decido no hacérsela fácil.
-Dígame que tiene, mis gustos son variados.
Se agacha, y escarba en un hueco, mientras farfulla:
-No tengo mucho...
Los adolescentes siguen ahí, firmes, mudos, como guardias de una tragedia shakespearina representada en un colegio secundario.
Por fin, el hombre saca unas mexicanas de Batman y Súperman de los ’70, en muy buen estado. Me las va alcanzando de a una. 
Miro un par, y le pregunto el precio, con la leve esperanza que no sepa que tiene entre manos.
Son ejemplares que pueden llegar a cotizar entre 60 y 90, precios que no pagaría ni aunque nadase en plata, pero que a $ 30, por ejemplo, no dudaría en comprar.
-Cien- contesta sin dubitar.
-Muy caras- replico de inmediato, sacándome la careta, ya que él ha revelado su condición de mercader del rubro. 
-No tiene algún material nacional?- agrego.
-Sabe...-arranca, ya con fastidio- A mí me ayudaría saber que busca.
Me pongo ríspido, a mi vez. Exagero la modulación:
-Historieta cómica argentina... tiene?
Se arredra, revuelve o hace como que revuelve. Suaviza un poco el tono para decirme:
-No, todas de las mismas...
Cuando empiezo a encarar disgustado hacia la puerta, es como si se arrepintiera del trato que me dispensó.
-Tendría que ir a Plaza Rocha, ahí se juntan los coleccionistas...
Respondo, seco, que conozco esa feria, y salgo del local con ínfulas de haber recibido un ultraje.
En realidad me siento aliviado.
Había allí una situación extraña, opresiva, que fui a interrumpir.
Quisiera pensar, dada la hora, que se les enfriaba la merienda... pero no... 
Por qué no se animaron a ignorar el timbre, a no atenderme, o a negarme la entrada con cualquier excusa? O a ser francamente hostiles?
Si se hubiese tratado, supongamos, de una circunstancia dramática... no se... un grupo familiar, padre y dos hijos asistiendo a la madre, que acababa de tener una descompostura... la madre diciendo: “-Vayan, atiendan, necesitamos la plata, ya estoy bien”... si fuese así...
Por qué los adolescentes, cuando se hizo presente el padre en el local, no volvieron al interior? Esa sería la conducta más lógica.
Aparte, nada me hizo presumir la presencia de una cuarta persona en el otro ambiente.
Y si todos estaban esperando que me vaya y no había nadie del otro lado, es porque lo que aborté era algo que ocurría entre ellos tres.
Podría tratarse, sí, de una discusión familiar. Algo que había que decidir con cierta urgencia, algo que apremiaba a los adolescentes, algo que el padre se negaba a conceder, viaje, dinero, salida...
No se. No creo.
Estoy convencido que en ese local sucedía algo sórdido. 
O cuando menos, inconfesable.

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