jueves, 15 de febrero de 2018

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Ya no estaba -no está desde hace añares- la imprenta. Atravesaba el zaguán y parte de la casa de mi tía se había convertido en un bar. Quizá una cervecería artesanal, de tantas que infectan un país de desesperados "emprendimientos", como los parripollos de los noventa, pero con más glamour. Un pasillo en forma de ele, donde algunas parejitas jóvenes adoptaban inequívocas posturas sexuales. Nada demasiado explícito, sin embargo. Pasaba por al lado sin que me llamaran la atención, a lo sumo me provocaban un ligero desdén, un remoto resabio de puritanismo. Doblaba la ele y al final del corto tramo veía una puerta antigua, de doble hoja, cerrada, delante de la cual se situaba una mesa con las cartas del menú. Trasponía la mesa y un mozo intentaba detenerme con la pregunta amable de si buscaba el menú. Hacía como que no oía (tantas veces en mi vida utilicé ese recurso para transgredir límites que se me pretendían imponer), abría la puerta que daba hacia el patio de mi tía e ingresaba en su habitación. Allí, en la cama, estaba mi padre en una extraña posición. Doblado sobre sí mismo, con la cabeza casi tocando el piso y los brazos abiertos en cruz. Su espalda vencida era enorme, me impresionaba. Me evocaba a Cristo. Podía estar desmayado o muerto. Prefería pensar que simplemente dormía.


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