domingo, 18 de diciembre de 2016

SI PODES, NO HAGAS FAVORES...

18 de diciembre de 2011 

PRIMER ACTO:
Sábado al mediodía, cajero automático de Güemes, Plaza del Agua, Mar del Plata. Hago la cola, la señora que estaba delante mío me franquea gentilmente el ingreso, agradezco, me acerco a la máquina, y enseguida advierto en la pantalla que dicha señora no había dado por finalizada la operación, por lo cual su tarjeta seguía adentro. Me doy vuelta, y la mujer ya no estaba. Presuroso doy fin a la operación, retiro la tarjeta y salgo a alcanzársela. No la veo, pregunto a los de la cola -explicando el motivo- si vieron para donde fue. Uno me indica una dirección, otro la opuesta, un tercero afirma que abordó un auto. Alguien, incluso, tiene el impulso de salir a buscarla. Pero enseguida se arrepiente, porque según dice, no está seguro de poder reconocerla. A partir de allí, se suceden las deliberaciones de qué hacer con la tarjeta. Uno propone que la deje en un comercio de la zona, un policía que la lleve a la seccional más cercana. Reflexiono que -de pasarme a mí- jamás preguntaría en esos lugares. Iría al banco el lunes, en el presupuesto que el cajero me la tragó, lo cual, en el caso, sería una hipótesis errónea. Decido rastrear a la distraída señora en la guía de Mar del Plata, esperando que se halle radicada allí, y no de paso. Cuando lo hago, compruebo que hay unas veinte personas con ese apellido. Me armo de paciencia, y de un libreto: "Buenas tardes, saqué este número de la guía. Estoy tratando de ubicar a Sofía Nancy Zaragoza... es posible que se domicilie ahí?" Las primeras diez respuestas fluctúan entre la desconfianza y el esfuerzo por ubicar un pariente con ese nombre, pero son todas negativas. El undécimo llamado es atendido por un adolescente, que escucha música a todo volumen, acompañado por otros adolescentes, lo cual es denotado por los gritos adyacentes y el propio grito: "Callénse, boludos, que no me dejan escuchar!". Trabajosamente, logro que me entienda el libreto. Por fin, responde: "Ah, sí, es mi mamá... pero recién sale de trabajar a las seis". No sin menos dificultad para que le entre en la cabeza le explico el propósito de mi llamada, le remarco que al día siquiente yo ya no iba a estar en Mar del Plata, que iba a tener la tarjeta encima, para que cuando la madre me llame al celular, coordinemos donde encontrarnos, de acuerdo adonde yo me encontrase en ese momento. Y comienzo a darle mi número: "0221...". Me interrumpe, súbitamente lúcido: "Será 0223...". "No, es 0221, porque...". No me deja terminar, vuelve a interrumpir: "Pero Mar del Plata es 0223...". "Justamente, por eso te estoy diciendo que mañana ya no voy a estar acá, porque no soy de acá, es el prefijo de La Plata, donde vivo". "Ah...". Ya tenía sobradas razones para desconfiar que el muchacho fuese normal, por lo que le pido que me repita lo que le dicté y así corroborar que lo había anotado bien. Lo hace, con tono de suficiencia, como si dijese: "te creés que soy boludo?". Para mi asombro, sólo le había errado en el último número...

SEGUNDO ACTO: 
Cinco de la tarde, me encuentro con un amigo dibujante en la Peatonal San Martín para tomar un café y hablar de proyectos historietísticos que, por culpa de él, nunca concretamos. 18:20, mensaje en el celular, referido a la tarjeta extraviada y preguntando donde estoy. Contesto que en el centro, en San Martín y Córdoba. Nuevo mensaje, proponiéndome encontrarnos. Las divagaciones con mi amigo iban tocando a su fin, de modo que indago cuanto tiempo le llevaría llegar hasta ahí. Media hora es la respuesta. Otro mensaje mío: "Te espero media hora en La Fonte d'Oro". Mi amigo me banca, pero pasada ya la media hora, mando mensaje, preguntando si está cerca, porque me tengo que ir. "No se... yo no fui", es la respuesta. Para mi pavor, advierto entonces que con quien me he estado mensajeando es con el hijo adolescente y no con la madre. Le pregunto por qué no me llama la madre: "No tiene celular".
"Me voy", intimo. "No, por favor, espere". Pasa otro rato, nada nadie. Estufado ya, pagamos y salimos, encaminándonos hacia mi auto con mi amigo, cuando me llega otro mensaje. "Está en la puerta con mi hermana. Tiene una camperita fina, marrón". Volvemos. Entro por una puerta del bar, salgo por la contigua... ni madre, ni hermana, ni camperita marrón. Le confieso a mi amigo mis sospechas que este muchacho me esté tomando el pelo. Lo libero a él de hacerle el aguante a mi confianza en el género humano. No bien se va, suena el celular, pero con sonido de llamada. Atiendo.
-"El señor Miguel?"
-"Sí"
-"Soy el mozo del bar, estoy acá en la puerta, con la señora Nancy, que lo está esperando"
-"Ah, sí, bueno... yo estoy en la otra puerta, ya voy"
Corto. Nadie en la otra puerta, entro, salgo, hago una calesita. Vuelvo donde estaba. Sólo un mozo solo.
Tengo una súbita iluminación, le pregunto: "Hay otro local de La Fonte d'Oro, por acá cerca?". "Sí, a dos cuadras", responde. Puteando contra la estupidez de la adolescencia y contra las madres que confían en sus hijos, arremeto hacia el otro bar. En tránsito, recibo una nueva llamada, es el mozo. 
-"El señor Miguel?"
-"Sí, ya se, la señora se confundió de bar, ya estoy yendo yo, ya llego, que me espere ahí, que no se mueva", corto.
Diviso el bar y en la puerta, a una señora junto a una adolescente, con aspecto de esperar atribuladas. Llego y abordo a la mayor, con tono de reto: "Nancy!?".
La mujer me mira asombrada. Después de unos segundos, contesta: "...No".
Ingreso al bar, y una rápida mirada me confirma que el dúo madre-hija no se repite en los comensales. Le pregunto a la señorita de la caja si no me habían llamado de allí, por una señora que me estaba esperando para que le diera una tarjeta. Mientras lo enuncio, percibo en la mirada de la chica la duda sobre mi salud mental. Decido ser más concreto: "Quién puede hacer llamadas desde acá?". Ella o el encargado, responde, mientras me señala al susodicho. Voy hasta el encargado y repito la pregunta, con similar reacción. Busco entonces en el registro de llamadas de mi celular y le muestro el número, para ver si lo identifica. "No, no es de acá". Su mirada me indica ahora que si bien no hizo la llamada, está pensando en hacer una ... al loquero. Juzgo prudente retirarme del local.
Una vez afuera, vuelve a sonar el celular. El mismo número. Atiendo, furibundo al mozo... pero es Nancy, que -quizá por primera vez en su vida- decide prestar su voz a esos engendros demoníacos. "Dónde -reprimo el 'carajo'- estás??? Le dije a tu hijo La Fonte d'Oro, de San Martín y Córdoba!!! Me vengo al de Yrigoyen, tampoco estás!!!" "Ah, no... yo estoy en el bar de enfrente de Plaza del Agua... me dijeron mal"

EPILOGO:
Me ocupo de que sea el mozo quien tome nota de la dirección del departamento adonde me dirigía. Lancé el ultimátum que en media hora estaría allí, y que después ya no se sabría de mi paradero. Fue de gusto, porque Nancy tardó cerca de una hora y pico en llegar, aunque de la Plaza del Agua, en Güemes,  hasta donde yo paro, medien unas quince cuadras a lo sumo.
La adiviné (ni siquiera hizo falta el dato de la camperita marrón), desde el balcón, junto a su hija adolescente, viniendo por la vereda correcta, cruzando a la de enfrente para comprobar que no era ése el edificio, volviendo a cruzar y dudando de subir la escalinata, para que -unos diez minutos después (seguirían las deliberaciones, ya no las alcanzaba mi vista)- sonara el timbre. Bajé, le devolví la tarjeta sin reproches, y me juré que la próxima vez que me ocurra algo similar, dejo sin remordimientos que el cajero automático sacie su apetito.



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