viernes, 21 de agosto de 2020

SOMOS NADA

                                                                                                                                   Al Oso Wainer

No podría explicar en calidad de qué estaba en esa casa. Podía ser por el lado del teatro, pensé en principio. Los padres del muchacho me mostraron fotos en las que yo aparecía junto a él. Aparecían también otras personas con las que había trabajado en una obra a principios de siglo. Una actriz sobre todo, era quien más se repetía. En esa época  yo andaba por los cuarenta y pico, y el pibe –se veía- apenas por los veinte. O sea que murió muy joven. No formaba parte del elenco. Posiblemente un técnico, especulé. La verdad es que lo recordaba de manera muy difusa. Lo padres me insistían en que él me consideró siempre un gran amigo.

Me dejaron sólo en el vestíbulo con las fotos. Me provocó tristeza el repasarlas. Porque esa persona había muerto con la convicción que era amigo de alguien que ni siquiera podía identificarlo. Inmerso en ese estado,  golpeé  suavemente  la puerta de la habitación por la que habían desaparecido los padres, para despedirme.

Abrieron las dos hojas –la casa era antigua, de puertas de madera maciza con banderola- y me hicieron pasar a un living comedor oscuro, abarrotado de muebles y adornitos de cerámica. Sobre la mesa central,  larga y oval, se hallaba depositada una caja, de la que asomaban revistas.

-Eduardo no iba a negociar fácilmente sus historietas...- me dijo la madre con picardía, y agregó:- Sabemos por él, que siempre nos comentaba, su fama de regateador.

En ese momento, cambió mi registro del posible motivo por el cual había sido invitado a esa casa. Pasábamos de la amistad al mercantilismo. Querían venderme la colección del finado.

La compasión que me inspiraban los ancianos por haber perdido a su hijo tan joven, se evanesció de golpe ante el propósito especulativo que acababan de revelar.

No creí incorrecto, de todos modos, echar un vistazo al contenido de la caja. Quizá fuese instrucción póstuma de su dueño  que pasara a mis manos.

No había gran cosa. Y el estado de los ejemplares era calamitoso.

El padre encomiaba un Libro de Oro Patoruzú de la última y decadente época editorial. Lejos de ser la perla que pretendía, observé que encima le faltaba la primera página.

La madre, dándome ya como seguro comprador, me sondeaba respecto a cuánto estaría dispuesto a pagar por el lote.

Con mucho tacto les hice saber mi nulo interés en la compra y me despedí.

Una vez en la calle, volví a pensar en el pobre Eduardo. No solo olvidado por quien creía su amigo. También convertido  en moneda de cambio por sus propios padres.                                                                             


Dibujo: Fer Sosa

1 comentario:

  1. Es un cuento chino. Lo reconocí por los gemelos que cuidan la caja, vital a la acción, que, aunque pareciera que no aparecen en la viñeta, seguramente están allí, como esos objetos ausentes sólo en apariencia de los juegos de los siete errores. Los viejitos que leen historietas están puestos sólo para despistar. La clave, si uno maneja el idioma de los ideogramas de los globos de la viñeta, es transparente (me refiero a su sentido). Al pibe -el Eduardo ese ya fallecido (bautizado así en homenaje al autor de la obra de principios de siglo, fallecido también) lo había recomendado, creo recordar, el Piturro ¿Te acordás del Piturro? Naturalista todo. Sin ambigüedades.

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